OPINIóN
un cisne mas que negro

Falta de imaginación

Hoy sufrimos las consecuencias del Covid-19 por nuestra falta de imaginación –y de contexto histórico. Incluso cuando sabíamos que existía, la ignoramos.

Coronavirus en China
Coronavirus en China | Cedoc

En diversas teorías del conocimiento, existe un gran debate –útil en tiempos de cuarentena– sobre el problema de “falta de imaginación”. Describen circunstancias donde algo parece evidente en retrospectiva pero no pudo haber sido imaginado antes. El mundo requiere un cambio de paradigma colosal para poder concebir algo que, luego de algún hito específico, parece normal, incluso obvio. Es lo que el Covid-19 materializará en nuestras sociedades (y mercados).

La historia está llena de faltas de imaginación; en muchos casos esas faltas determinan su curso porque involucran eventos con consecuencias monumentales. Solo en retrospectiva parece obvio que Pearl Harbor, una base en Hawai alejada de Norteamérica, era un puerto vulnerable para aglomerar una flota ante un enemigo asiático que temía el poderío naval americano. Pero hasta el 7 de diciembre de 1941 nadie lo imaginó. Antes de 2008 nadie imaginaba que una crisis de hipotecas basura pudiera desencadenar una crisis de confianza que jaqueara a los bancos más grandes del mundo. El efecto mariposa después de la inesperada quiebra de Lehman Brothers creó la crisis financiera más profunda desde la Gran Depresión.
En un excelente libro de 2007, el estadístico Nassim Taleb sintetizó las faltas de imaginación con la sencilla idea de un cisne negro. Todos los cisnes son blancos hasta que, simplemente, aparece uno negro: lo inimaginado se materializa, cambiando el paradigma.

Hoy sufrimos las consecuencias del Covid-19 por nuestra falta de imaginación –y de contexto histórico. Lo que comenzó en Wuhan como una “neumonía severa” hacia fines de 2019 se ha convertido en una pandemia global tan profunda que jaqueará sistemas de salud, muchos gobiernos y la macroeconomía global. Incluso cuando sabíamos que existía, la ignoramos. Ese enemigo invisible, ignorado por los medios y los mercados durante su fase asiática como algo “extranjero” y “asiático”, ha creado el cisne negro que no lograron el 11 de septiembre o el huracán Sandy: hoy la “ciudad que nunca duerme” está desierta, sus restaurantes vacíos y sus teatros en silencio hasta próximo aviso.

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Una pandemia puede tener consecuencias geopolíticas y económicas, pero es fundamentalmente otro tipo de crisis, una a la que Occidente no está acostumbrado en nuestra experiencia histórica cercana. Sabemos de crisis políticas. Conocemos, nadie más que los argentinos, las crisis financieras. Pero no tenemos experiencia comparable en nuestras vidas con el Covid-19, más allá de crisis localizadas como la fiebre porcina de 2009, que fue mucho más leve y por ende olvidable. Por eso nos costó imaginarla.

El Covid-19 es un tipo de mutación de virus como suele ocurrir más o menos cada una década. Esta vez no fue tan leve como en 2009. Su tasa de mortalidad es mucho menor que la de la gripe de 1918, que mató a decenas de millones alrededor del mundo al final de la Primera Guerra Mundial. Es más comparable con la influenza de 1957, que mató a más de un millón de personas en un mundo con peores comunicaciones y sin globalización. Pero 1957, ni que hablar 1918, son demasiado lejanos en nuestra experiencia histórica. Ya ni siquiera tenemos experiencia directa de la “economía de guerra” que predominó entre 1939 y 1945. Nos cuesta imaginar lo que ya no cuentan los abuelos.  

No es casual que los países que sufrieron la epidemia de SARS en 2003 estén más preparados. Singapur y Corea del Sur tuvieron imaginación en 2020 porque tenían experiencia histórica: sabían que tener más tests ayuda a prevenir espirales de contagio y localizar problemas. Así pueden volver más rápido a la actividad, evitando un colapso económico.

La tasa de contagio del Covid-19, tan alta como invisible, crea un segundo problema de imaginación: la proyección exponencial. En la vida diaria nos cuesta pensar exponencialmente, porque la mayoría de los fenómenos en la naturaleza son lineales. Las relaciones sociales, el dinero y hasta las ciudades crecen, o decrecen, linealmente. Si son exponenciales, toman mucho tiempo.

Pero un virus como el Covid-19 crece exponencialmente, porque cada persona que lo tiene contagia a 2 o 4 más. Es parecido a “viralizar” algo en las redes sociales, solo que ocurre en el mundo real. Por eso las tasas de crecimiento en países que no aplicaron distanciamiento social a tiempo (Italia y España) tuvieron crecimiento diario de más del 33%, con lo cual los enfermos se duplican cada par de días. Lo que arranca como un crecimiento plausible –de 1 a 2 enfermos, de 2 a 4, de 4 a 8– pronto destruye cualquier sistema de salud existente, incluso aquellos fuertes como el italiano.

Esa tasa de crecimiento, que sigue los lineamientos imaginados por John Napier en el siglo XVII, es explosiva. Hay sistemas de salud con más y menos camas, con más y menos ventiladores. Pero ningún sistema de salud existente puede lidiar con un problema exponencial invisible sin controles especiales.

Casi por definición, las faltas de imaginación, históricas y matemáticas, son difíciles de comprender y visualizar. Están rodeadas de profunda incertidumbre y requieren acción inmediata en medio de esa incertidumbre. La geografía en ese contexto nos dio un regalo: sabemos lo que funcionó en Asia y Europa, y podemos implementarlas antes, cortando la curva exponencial. El distanciamiento social que impone la cuarentena y el testeo masivo son necesarios, así como más tecnología para entender los contactos de los informados. 

Pero nos tenemos que preparar para un cambio de paradigma profundo: el Covid-19 va a cambiar las relaciones humanas, económicas, e internacionales. Solo en retrospectiva será obvio, y requeriremos más de esa imaginación que algún día nos faltó.

 

* Historiador económico y fundador de Uala.