OPINIóN
Grieta post electoral

Voto calificado: cuidado con lo que deseas

“¿Por qué yo –que ‘voto bien’– tengo que pagar las consecuencias de quienes ‘votan mal’?” Esta pregunta peligrosa comenzó a escucharse en discusiones de sobremesa, debates e incluso disimulada en algunos medios. Una descalificación que pone en tela de juicio el derecho universal al voto.

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Leudando. | Pablo Temes

El descontento ante los resultados electorales termina traduciéndose, en algunos casos, en un cuestionamiento al acceso universal al voto. Pero no se tienen suficientemente en cuenta los peligros que encierra la propuesta de un eventual sistema de voto calificado. Nuestros problemas no se solucionarán restringiendo a la democracia, sino todo lo contrario.

No resulta extraño que, finalizado un proceso electoral, una porción de los votantes disconformes con el resultado dirijan cuestionamientos hacia las reglas dentro de las cuales la elección se desarrolló. Así, se discute si lo más conveniente es usar boleta de papel o boleta electrónica, lista sábana o lista fraccionada, fecha única o fechas desdobladas, puntos todos ellos de importancia formal y ciertamente discutibles.

Pero estos cuestionamientos adquieren derivaciones peligrosas al extenderse hacia temas de fondo, como ocurre cuando se ponen en entredicho las capacidades de decisión de cierta porción del electorado, lo que equivale a objetar el alcance universal del derecho al voto.

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La alternancia electoral que viene dándose en Argentina ha mostrado que los discursos que buscan arrojar un manto de duda sobre la extensión del derecho al voto no son patrimonio exclusivo de ninguna fuerza partidaria. Se manifiestan de uno y de otro lado de la grieta en sentido proporcionalmente inverso a la opción de la mayoría circunstancial.

Si bien casi nunca se trata de pronunciamientos institucionales, aparecen en discusiones de sobremesa, alcanzan a colarse en debates de corte académico y asoman en intervenciones mediáticas disimulados tras alusiones indirectas y eufemismos.

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Estos discursos afirman que la porción mayoritaria de los votantes habría votado mal, donde “mal” significa “en contra de sus propios intereses”. Y al hacerlo, esa mayoría habría perjudicado al resto. En ciertas ocasiones, aquello que se señala como causa de esa mala decisión permite diferenciar desde qué lado de la grieta se está hablando: para unos, los votantes deciden mal por ser víctimas de un sistema prebendario y populista que los mantiene prisioneros, así como también por un bajo nivel de apego al trabajo y al esfuerzo.

Para otros, los votantes deciden orientados por un individualismo mezquino y miserable que amplifica un rencor clasista refractario a cualquier extensión de las condiciones de una vida digna. Ya más generalizadamente, también se adjudica a los votantes fallidos el carácter de incultos, ignorantes e incluso idiotas.

De estas descripciones se desprenden interrogantes muy delicados: ¿por qué yo –que voto bien– tengo que pagar las consecuencias de la decisión de quienes votan mal? ¿Por qué yo –que ejerzo con responsabilidad mi civismo– tengo que cargar con los efectos de las acciones de los irresponsables? En definitiva, ¿por qué el derecho al voto debe ser irrestricto e incondicional?

En este punto se vuelve necesario llamar a las cosas por su nombre y hacer a un lado la pátina de corrección política con la que algunas de estas propuestas aparecen maquilladas. Aquí la cuestión es dicotómica: si hay votación, o bien votan todos o bien votan solo algunos. Para el segundo caso, habrá que institucionalizar una distinción entre quienes están habilitados y quienes no lo están.
Lo que se está discutiendo como posible alternativa a la extensión universal del derecho al voto se llama “voto calificado”, aunque no se utilice ese término por resultar particularmente antipático.

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El voto calificado requiere del establecimiento de criterios de inclusión y exclusión. La historia no tan lejana nos ofrece ejemplos en los cuales los votantes eran habilitados por la propiedad de bienes materiales; el éxito económico era considerado prueba de capacidad personal. Además, solo quien tenía algo para perder habría de pensar más –y “mejor”– su decisión.

La otra variable comúnmente invocada recupera de manera parcial la impronta ilustrada que imbrica facultades intelectuales y educación formal. Para esta perspectiva, todos los sujetos humanos somos potencialmente educables. Pero, ¿qué hacer con las masas durante el prolongado tiempo que les tomará educarse? ¿Habremos de permitirles que participen de los procesos de toma de decisiones que afectan a lo colectivo? No parecería la mejor idea. Por eso habrá que exigir a todos aquellos que pretendan votar la certificación que las instituciones educativas otorgan a quienes han concluido sus estudios.

Ante estas posibilidades, tres grupos de interrogantes:

Si sólo la propiedad de bienes habilitará la participación; los desposeídos quedarían condenados a soportar las consecuencias de decisiones que ellos no tomaron.¿Pero acaso no era esa la causa del descontento que algunos sienten hoy por los resultados de la democracia, incluso empeorada en esta situación hipotética por la completa imposibilidad de participar en el proceso decisorio? ¿Y qué pasaría con el principio de igualdad? ¿De qué manera, si no es en el momento de la votación, la igualdad podría verificarse, aunque más no fuera en un plano formal? ¿Aceptaríamos vivir en una sociedad en donde las desigualdades materiales son ratificadas por desigualdades jurídicas? Más allá de cualquier consideración moral, ¿a quién convendría esta posibilidad?

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Si solo la certificación emitida por la educación formal habilitara la participación electoral, ¿cómo se definiría quién establece lo que hay que enseñar y aprender, las formas en las que se evalúa, los criterios con los que se aprueba? ¿Quién establecería qué se necesita comprender para devenir acreedor de ese derecho? ¿Y qué nivel educativo resultaría suficiente? ¿Primario, secundario, terciario, universitario de grado, universitario de posgrado? Más allá de cualquier consideración epistémico-gnoseológica, ¿a quién convendría esta posibilidad?

Si sólo votaran algunos y no todos, ¿qué tipo de atención dedicarían los representantes que ocupan cargos decisorios en el gobierno del Estado a quienes no tendrían ninguna posibilidad formal de incidir sobre su eventual continuidad en esos cargos? ¿Qué tipo de medidas propondrían los candidatos durante una contienda electoral? ¿A quiénes intentarían interpelar con sus declaraciones, a quiénes convencer en sus debates? Más allá de cualquier consideración política, ¿a quién convendría esta posibilidad?

Estas preguntas vienen a mostrar los límites de la propuesta del voto calificado, los cuales aparecen rápidamente cuando se revisan sus implicancias epistémicas, éticas y políticas, pero también estratégicas. Para advertir sobre cada una de estas consecuencias, y sobre el carácter lábil de las garantías que los críticos a la extensión universal del voto creen tener aseguradas, nada más conveniente que recurrir a la máxima ricotera “fijate de qué lado de la mecha te encontrás”.

La extensión universal del derecho al voto aparece como el único estandarte de aquel proyecto de la Modernidad que todavía no fue arrasado por las derivas de nuestra actualidad. No se trata de defenderlo por mera añoranza de un tiempo que nunca fue. Se trata de comprender que la formulación “una cabeza, un voto” supone un principio, de allí que su puesta en funciones deba ser necesariamente irrestricta e incondicional. Se trata de comprender, además, que ese principio funda y fundamenta la democracia, y como tal, no admite cuestionamientos. Cuando éstos aparecen, lo que se pone en riesgo es la democracia misma.

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Como pocas veces antes en nuestra historia reciente, hoy resulta imperioso defender la democracia. Nuestros problemas más acuciantes se resuelven con más democracia, nunca con menos. Nuestro objetivo debe ser extenderla antes que restringirla, porque restringirla equivale a matarla. Y por estas latitudes sabemos bien lo que ocurre cuando las democracias mueren.

En ese sentido, invito a la ponderación de los peligros éticos, políticos y estratégicos que encierran los cuestionamientos a la universalización del derecho al voto, sea que estos cuestionamientos estén motivados por republicanismos cívicos, progresismos populares o intelectualismos académicos.

Dicha ponderación se vuelve urgente en estos tiempos en los que, de manera preocupante, ganan efectividad los discursos que contraponen la democracia a la libertad. Recuperando el epígrafe del clásico cuento de terror de W.W. Jacobs, La pata del mono, me permito sugerir a quienes enarbolan estas críticas que tengan cuidado con lo que desean; podrían recibirlo.

 *Profesor en Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Investigador del Centro de Estudios sobre el Mundo Contemporáneo UNTreF.