Sucede que el poder tiene un efecto de seducción muy grande imponiendo cambios culturales y conceptuales. Luego de la elección de 1983, cuando triunfó Alfonsín, era común encontrar dentro del justicialismo a “filo alfonsinistas”, que comprendían que había que enrolarse en una corriente más socialdemócrata, e incorporar el discurso de la democratización de la sociedad. En parte, de ese impulso nace la renovación peronista con Cafiero, Grosso, Menem y otros.
Durante los 90 hubo muchos cafieristas, antimenemistas declarados, que terminaron siendo soldados indiscutibles de la causa como Manzano o De la Sota. Se produce un proceso por el cual el perdedor de una contienda comienza a convencerse de las razones por las que el ganador se impuso. Es así como muchos originales militantes marxistas que se incorporaron al peronismo en los 60 o los 70, en la década pasada fueron exégetas de las privatizaciones, la globalización y las relaciones carnales con los EE.UU.
Cierto regreso a las fuentes, sin tirar por la ventana todo lo hecho en los 90, es la regla. La sociedad lo consagró y no hay vuelta que darle. De ahí los reacomodamientos post 23 de octubre.
Para muchos, será puro oportunismo político, y sin duda hay mucho. Pero estos procesos de reconversión se dan sobre todo en el peronismo como se ha descrito aquí, por tercera vez en 22 años. Este rasgo es lo que le da a este movimiento político suficiente vitalidad para cabalgar las distintas coyunturas históricas, sin morir en el intento.
Larga vida al peronismo, pues.