El desarrollo de las ciencias de la complejidad durante el siglo XX pone a prueba el determinismo mecanicista del siglo XIX: sistemas caóticos, leyes no lineales, condiciones inciertas, imposibilidad de predicciones unívocas, ampliación exponencial de pequeñas incertidumbres iniciales.
Cuando el universo deja de tener la precisión de una pieza de relojería, el sistema se vuelve inestable y los fenómenos se tornan imprevisibles. Atravesados por la incertidumbre, sólo cabe la paradójica certeza de que ninguna certeza es posible, la probabilidad de que los modos previsores del pensamiento analítico terminarán diluyéndose en el flujo del cambio junto con la seguridad de que las herramientas escolásticas empecinadas en una educación teorética acabarán en el mareo de una derrota anunciada. La categoría de complexity gap –instaurada en el ámbito empresarial– refleja, en los espacios de gestión educativa, el atravesamiento de lo indeterminado al tiempo que la desorientación del pensamiento: se reconoce la rapidez del recambio generacional al tiempo que la imposibilidad de representarlo, el aumento abrumador de la información al tiempo que la imposibilidad de asimilarla en la currícula, la sospecha cierta de que la solidez del conocimiento enciclopédico se desvanecerá irreversiblemente en los aires virtuales de prácticas reales.
Los representantes iberoamericanos reconocen lo acuciante de la situación en su planificación educativa a 2021: “la enorme magnitud de los desafíos de la educación latinoamericana”, “el retraso acumulado del siglo XX”, “la brecha digital”, la necesidad de un “salto cualitativo”. En un mundo cada vez más problemático, debemos reconocer que lo que más merece pensarse son nuestros propios modos del pensamiento. Debemos empezar a estudiar el “hecho educación” bajo la condición de un cisne negro: fenómeno único, complejo, no standard; fenómeno sin una estructura determinística que pueda predestinarnos al rigor estanco de un qué, cómo, dónde y cuándo pensar, decir y hacer. El problema con los cisnes negros es que no hay base de conocimiento acumulable para darles un sentido acabado; esta carencia indica, por un lado, los límites de nuestro conocimiento y, por el otro, la imperiosa necesidad de pensar –desde los bordes de lo ya hecho y por fuera del conocimiento ya establecido– nuevos criterios de acción institucional.
En el contexto del siglo XXI, la gestión educativa debe obligarse a reconocer la insuficiencia de las antiguas perspectivas de “organizaciones en equilibrio”, a riesgo de ver diluida hasta el vaciamiento la propia organización en el flujo del cambio dinámico. En tiempos actuales en que la verdad ha retornado a una post-verdad anticipada en el siglo V A.C. por la sofística, es imperioso que las instituciones educativas se sacudan el polvo hermético de la enciclopedia para poder pensar la educación como fenómeno complejo desde las aperturas volátiles de wikipedia.
En pleno siglo XXI estamos pensando la educación bajo la casuística determinista del siglo XIX, en un vicio circular que nos impide reconocer que la réplica de idénticos métodos para la contención de los mismos conflictos sólo conduce al enquistamiento conflictivo volviéndolo problema irresoluble: aumentar el presupuesto de la educación no logra detener una deserción escolar acuciante, aumentar el porcentaje presupuestario para universidades nacionales no revierte la inequidad y la falta de oportunidades, abrir nuevas instituciones de educación superior no garantiza la mejora en la calidad educativa. Y así.
Como si nos empecinásemos en convertir en ley el engranaje vicioso. Corren tiempos en que debemos reconocer que el hecho educativo es un fenómeno complejo entramado en la complejidad de instituciones que se forman y se deforman en el cuerpo de una historia compleja. Los modos de lo complejo escapan a la arquitectura conceptual y –alejados del orden de la dialéctica y los principios de la raíz– tienen la naturaleza confusa de la metamorfosis y las ramificaciones múltiples del rizoma. Tratar un hecho complejo con la linealidad de un sistema simple sólo puede conducir a la autenticidad de una derrota repetida.
La guerra de Troya duró diez años; diez años de un mismo ejercicio en campo propio y enemigo; diez años de una idéntica forma de ejecutar una misma guerra: la forma habitual, aceptada, enquistada de linealidad. Diez años de la repetición viciosa de los esquemas ya siempre repetidos. Diez años chocando contra la misma muralla. Ulises es el “que sabe pensar mejor que nadie” porque en el reconocimiento de los vicios del engranaje, tiene la astucia de preguntarse cómo pensar por fuera de la repetición sistemática. Y gana la guerra que da origen a Occidente con un caballo de madera.
El aumento de presupuesto, el incentivo a la educación pública, la apertura de nuevas sedes educativas, seguirá trayendo deserción, inequidad, mezquindad, hasta tanto no nos detengamos a reflexionar cómo estamos pensando las murallas del fenómeno de la educación. Tal vez sea tiempo de que Ulises nos dé una lección de gestión educativa.
El celular dentro del aula
“Vamos a cambiar el paradigma de cómo se enseña en el aula”, dijo el ministro de Educación de la Provincia a fines de 2016, el día en que se habilitó el uso de celulares en las aulas bonaerenses. Traé tu propio dispositivo al aula fue el lema oficial de la iniciativa que luchaba contra una prohibición aprobada por unanimidad en 2005 que creía que el dispositivo tecnológico en el aula “genera trastornos en el aprendizaje” y promueve la creatividad de nuevos modos de “macheteado”.
A fines del siglo XX, Edgar Morin en Los siete saberes necesarios para la educación del futuro anticipaba el problema en las sociedades hiperconectadas: ¿cómo lograr el acceso a la información sobre el mundo? ¿cómo lograr la posibilidad de articular y organizar grandes cúmulos de información? ¿cómo percibir y concebir la educación en medio de lo global, lo multidimensional y lo complejo? “Es necesaria una reforma del pensamiento” señala Morin como exhortación para la educación del futuro.
*Licenciada en Filosofía / Directora de la Carrera de Ciencias de la Educación, Facultad de Ciencias de la Educación y de la Comunicación Social, Universidad del Salvador (USAL).