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brasil I

Carnaval sin máscaras

Nació como emergente de una época turbulenta, en el que el bien y el mal parecían fundirse y confundirse, además de crear sus propios “monstruos”.

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Ideólogo. Steve Bannon, cerebro del equipo de Trump y Bolsonaro. | afp

Nació como emergente de una época turbulenta, en el que el bien y el mal parecían fundirse y confundirse, además de crear sus propios “monstruos”. A 200 años del nacimiento de Frankenstein, ese mito universal nacido de la pluma de Mary Shelley que fue tomando vuelo propio hasta volverse incontrolable, hoy se reencarna en cuerpos e imaginarios sociales, con distintos rostros y un mismo discurso.

La consagración de Jair Bolsonaro como nuevo presidente de Brasil desenmascaró a un establishment dispuesto a renunciar a las “formas” para conservar los hilos del poder real más allá de la fachada. El ex militar, propenso a desafiar los límites en una democracia como la brasileña, tan vapuleada y debilitada, expresa en discurso torpe la convicción y decisión del capital carioca y sus aliados: evitar que los proyectos populares condicionen o direccionen intereses propios y aliados.

 Los trozos que van conformando el “monstruo” también se hilvanan con frustraciones, miedos, resentimientos de sectores que creyeron “pertenecer” a un modelo que se fue diluyendo y, con él, parte de sus aspiraciones e ilusiones. Desde esa decepción emanó un “ejercito de desesperanzados” en el sistema político, dispuesto a creer que la “mano dura” es la respuesta ante un “pánico moral” que plantea la disyuntiva entre el orden o el caos.

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  La “derecha alternativa”, como prefiere llamarse a sí misma la expresión política extrema en sus formas aunque no demasiado distinta en sus contenidos, ha hecho de la “verborragia escandalosa” su marca, y del eslogan efectista y violento la herramienta a“medida” para captar titulares, zócalos y redes.

Steve Bannon, el ultrarreaccionario cerebro del equipo de Donald Trump en 2016, experto en fake news, campañas sucias y big data, desde hace meses viene trabajando para Jair Bolsonaro. El “gurú” de moda conoce al dedillo a esa masa acrítica y desinformada, cada vez más refractaria a la política, tanto en sus posibilidades de comprensión como en su ejercicio. Gran parte de los brasileños que depositaron su voto y su confianza en un diputado bastante gris que hoy exalta multitudes, que confiesa saber tan poco como ellos de economía o de políticas públicas, han sido subyugados con la promesa de volver a poner al país en el pedestal de los “grandes”. No importa cómo se logre o la fragilidad conceptual en las escasas propuestas de gobierno. El “nuevo

sentido común” que se impuso en las urnas está vacío de complejidades y esencias, pero nutrido de la “certeza” autoritaria de que “sin orden no hay progreso”.

  Tanto Donald Trump como Jair Bolsonaro fueron, en principio, protagonistas destacados de la política como espectáculo, alimentando con sus exabruptos una resonancia mediática que los necesitaba en el show business pero los miraba con desconfianza. En términos numéricos, sus pisos se acercaban demasiado a techos que medidos desde la prudencia y la sensatez parecían difícilmente perforables. Pocos pensaron seriamente que los jóvenes brasileños, los millennials, depositarían en “Mito”

la idea de “cambio”. Justamente alguien que propone acabar con las minorías raciales, sexuales y con cualquier manifestación de progresismo. Tampoco que el establishment económico, financiero y mediático, para quienes aparecía como un arlequín funcional al sistema aunque se empeñara en mostrarse como outsider, terminara pragmáticamente dándole su aval –por lo tanto su triunfo– con tal de frenar al PT y garantizar sus intereses, al menos a corto plazo. El juez Moro que encarceló a Lula ya forma parte del nuevo gabinete.

  Algo similar ocurre con Trump, que medirá nuevamente su fuerza electoral el 6 de noviembre. Los discursos profundamente antidemocráticos de ambos, avalados en procesos democráticos, confirman la crisis del sistema político.  

  La intolerancia o el odio marcan el pulso de un tiempo complejo, en el que la violencia simbólica se materializa en actos y en discursos. No solo ha crecido, también se ha naturalizado. El sentimiento “anti” se legitima desde arriba y se replica hacia abajo.

Sin embargo, no todo está perdido. No menos del 45% de los electorados se opone férreamente y piensa y lucha por otro mundo posible. Estar de este lado de la “grieta” da esperanzas. También dignifica.

*Politóloga.  Experta en Medios, Contenidos y Comunicación.