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PEDIDO DE INDULTO

Carta desde la cárcel

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El simple ejercicio de la palabra, dicha o escrita, trae siempre aparejada la construcción de una imagen de quien habla. Suscitada por medios tan notorios como el modo de pronunciar o por medios tan sutiles como el uso de un diminutivo, esa imagen suele escapar al control estricto de quien produce el discurso. Es que son muchos los rasgos discursivos que se combinan para conformarla.
La carta que Carlos Eduardo Robledo Puch le envió a la gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, el 11 de febrero pasado, puede dar ejemplo de lo que afirmo. Robledo Puch, conocido como el “Angel de la Muerte” por su cara de querubín con rulos dorados y condenado a prisión perpetua –a los 20 años– por 11 asesinatos, 17 robos y dos violaciones, ha vuelto a la portada de los diarios. Con 44 años de reclusión encima, pide un indulto extraordinario.
Desde el punto de vista del contenido publicado, el texto reúne detalles interesantes. Por un lado, su autor se proclama conocedor de la bibliografía académica sobre la institucionalización del castigo social, citando Vigilar y castigar de Michel Foucault: “La pena transforma, modifica, establece signos, dispone obstáculos. ¿Qué utilidad tendría si hubiera de ser definitiva?”. Por el otro, usa el argumento de comparar su caso con el de los juicios más justos y el de los juicios más injustos: “Ni los nazis en el juicio de Nüremberg, ni Nelson Mandela en Sudáfrica sufrieron la cárcel a la que fui sometido”. Todo ello tras presentar una versión de los hechos que lo exculpa, mientras explica, por recurso al contexto histórico, la versión oficial: “En momentos de la última etapa del gobierno del Gral. A. Lanusse, en medio de una crisis socioeconómica bastante grave, [culparme de esos crímenes] les vino de perillas para desviar la atención de la ciudadanía de los temas verdaderamente importantes”.
Sin embargo, lo más interesante de la carta no es el contenido, sino la forma. A lo largo del texto, Robledo Puch abunda en usos propios del lenguaje jurídico, como “agotamiento de la pena impuesta, en todos los recaudos que la ley vigente estipula”. No sólo eso. Con el tono de un abogado defensor, hace preguntas dirigidas a un jurado imaginario: “¿Cómo unir de manera absoluta en el ánimo de los hombres la idea del crimen y el castigo?”. Como si fuese un avezado penalista, evalúa las condiciones carcelarias: “Se vive en condiciones de hacinamiento, de suciedad, de una pésima alimentación”. Y también evalúa las actuales condiciones institucionales: “Desde 1972 hasta el 10-12-1983 fueron ‘años tenebrosos’. Que aun así, no sabe [el suscripto] qué etapa es preferible. Si aquella o ésta, del abandono, la desidia, el desinterés y la miseria”. Se anima incluso a desafiar a la gobernadora desde una perspectiva de género: “Para V.S. no sería más que tomar la decisión política necesaria y, como mujer, demostrar, por sí sola, tener más valor para estampar la firma que decrete mi libertad, sin que por ello vaya a temblarle el pulso”. Y hasta se muestra insistente y seguro de sí mismo: “Así, así escribo yo y así soy”.
En definitiva, la lectura de estas carillas manuscritas no puede menos que sorprendernos. Sobre todo, porque es imposible encontrar en ellas una verdadera señal de afecto, algo que exhiba el sentimiento genuino de un individuo sufriente que, tras 44 años de prisión, ruega por clemencia. No hay señales ni de creíble arrepentimiento ni de auténtico dolor. Es una carta fría, seca, burocrática. Una carta que construye la imagen de un hombre sin emociones, insensible, inconmovible. La imagen, en todo caso, de un hombre que no parece tener nada que lo asemeje a un ángel.

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.

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