COLUMNISTAS
REVOLUCION EN BOCA

El hombre que quiso ser virrey

Carlos Bianchi se ganó el apodo gracias a la ocurrencia de algún periodista que asoció su época de oro en Vélez con el barrio de Liniers, llamado así en homenaje a don Santiago de Liniers y Bremond, militar francés al servicio de la corona española, héroe de las invasiones inglesas, amante de la Perichona y otras señoras más discretas, virrey del Río de la Plata y fusilado en 1810 por orden de Moreno y Castelli. Virrey.

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“Lo malo de las guerras es que casi nadie sabe ganarlas con dignidad.”Joan Dalmau en ‘Soldados de Salamina’ (2003).

Carlos Bianchi se ganó el apodo gracias a la ocurrencia de algún periodista que asoció su época de oro en Vélez con el barrio de Liniers, llamado así en homenaje a don Santiago de Liniers y Bremond, militar francés al servicio de la corona española, héroe de las invasiones inglesas, amante de la Perichona y otras señoras más discretas, virrey del Río de la Plata y fusilado en 1810 por orden de Moreno y Castelli. Virrey. No parece lo más adecuado para un líder que no suele aceptar órdenes o presiones, ni piensa en domesticar su fuerte carácter; el mismo que alguna vez lo impulsó a abandonar una tensa conferencia de prensa dejando solo y perplejo frente a las cámaras al mismísimo presidente de Boca.
Pedro Pompilio, el malogrado que negoció su regreso a Boca, sí fue virrey de Macri durante mucho tiempo y cuando por fin pudo heredarlo nombró a Jorge Amor Ameal como ladero. Inesperadamente encumbrado por culpa del trágico destino, víctima del pánico escénico o consciente de su extrema debilidad, Ameal pronto se refugió en la penumbra del segundo plano y dejó el poder en manos del majestuoso general Bianchi. Epa. ¿No vimos esa peli ya?
Aquel club hegemónico que soñaba Macri es casi realidad. Boca gana. Con un hombre menos o un flogger de arquero, gana. Bárbaro; sólo que, en Argentina, toda esa eficiente modernidad puede mutar de pronto en una trampa de apariencias. Copiamos mal. A ver. ¿Alguien imagina a Predrag Mijatovic, director deportivo del Real Madrid, afirmando públicamente que su presidente no sabe de fútbol, que nada le importa la opinión de un vice y que un jugador en conflicto “es el único que está al día”? Difícil. Lo más probable es que el consejo del club –gente que gobierna en nombre de los socios y despide a los presidentes tramposos como Ramón Calderón– decida enviarlo hacia a las turbias aguas del Manzanares de un rotundo shot en las partes. Lo menos.
Acá es otra historia y Bianchi –intocable, como todo argentino ganador– acepta ser el Stalin que deja sin nada a la vieja guardia dirigencial. Glup. Caranta abandona su Gulag, jura que no fue al Valencia porque “alguien” cercano al club pretendía quedarse con la mayor parte del dinero y destapa lo peor: un “alto directivo” le advirtió que si se presentaba en Tandil con un escribano lo iban a “embarrar”. Notable. Hay gente tierna hasta para amenazar. Conclusión: fue, se armó el lío y estallaron las versiones. Un “episodio delicado con un chico de inferiores” y hasta una “supuesta relación con la hija de Ischia”. Ah, bueno. ¡Eso sí que es lucha en el barro, colegas! Faltan las chicas y salimos de gira por la Costa.
Pero hay más. Lucas Castromán, otro exiliado de Siberia, dice que se llevaba muy bien “con el 99% de mis compañeros”. Curioso porcentaje. Caranta sigue con la catarsis. Se indigna porque ahora le hacen fama de vago y él siempre entrenó “como un profesional” que, para colmo, debía soportar ser testigo de cómo el profe le avisaba al técnico cada vez que “un compañero se iba en medio de la práctica y quedaban jugando con diez”. Oia. ¿De qué habla esta gente? ¡A ver si lo quieren ensuciar también al enganche melancólico! Se ensañan, con Riquelme. Crack.
El ambiente se corta con un cuchillo, las internas son feroces pero Bianchi reina y San Román ilumina el camino a la gloria. Mientras se gane, ¿a quién le importan las pequeñeces?
Lo sorprendente es ver cómo nadie pierde el tiempo en disimular nada. Barrabravas, representantes, técnicos, managers, empresarios, dirigentes, allegados y también jugadores; todos intentando jugar con la vieja perinola en la que siempre sale “toma todo”. El encantador mundo del fútbol perdió todo pudor y ni se incomoda al exhibirse así, tan impiadoso y berreta. Eso, o cosas peores.
Sólo hay que saber mirar más allá de lo evidente. El juego funciona menos como espejo que como síntoma. La gente, huérfana de partidos, se refugia en lo tribal y continúa su política por otros medios, como solía decir en sus charlas técnicas el prusiano Von Clausewitz. El resto es puro negocio. No se engañen. Este sofisticado juego de poder no es menos serio que, digamos, una reunión de Gabinete. Cuando existía, claro.
Que los hinchas de fútbol son irreflexivos y violentos todo el mundo lo sabe. Pero no son los únicos, ojo. Pocos conocen la existencia de los barras del Mozarteum, grupos de elite que se mueven en los elegantes salones de la cultura. Qué, ¿no me creen? ¡Yo los vi! Fue en el Gran Rex, en septiembre de 2005, después de la ovación que recibió la gran Martha Argerich por su interpretación del Primer concierto para piano de Shostakovich. Cuando Egberto Gismonti, su invitado, apareció en escena con gorrito de lana, melena enrulada, jeans y zapatillas, sonaron los primeros silbidos. Ya tocaba cuando la mayoría de ellos –un tercio de las primeras filas–, decidió marcharse ruidosamente con gestos de profundo desprecio, mientras los del superpullman ocupaban las butacas vacías.
¿Vieron, compatriotas? La ondulante polirritmia gismontiana –o su asesor de vestuario–, puede generar violencia. Igual que los contratos firmados, el imperdonable Caranta, las internas por el queso perdido, el viscoso cargo de manager o aquel baile de la gallinita de Tevez. Acá la cosa es así. A cara de perro, bien arriba y bien abajo; lo mismo da.
Que la fortuna acompañe a quienes queden –oh, no– en medio de semejante sandwich.

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