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literatura erotica

El mirón tiene quien le escriba

Por los años cuarenta un coleccionista de libros, tras cuya firma se ocultaba un vulgar degenerado, encargó a Henry Miller cuentos porno a cambio de cien dó­lares mensuales.

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Por los años cuarenta un coleccionista de libros, tras cuya firma se ocultaba un vulgar degenerado, encargó a Henry Miller cuentos porno a cambio de cien dó­lares mensuales. La consigna era “suprimir la poesía”. Henry Miller, un hombre cuya consigna era beber frío y orinar caliente, solo parecía capaz de concebir una poesía donde las mujeres se rompieran la pel­vis para que el médico les metiera un dedo de goma adentro hasta frotarles la hendidura de la epiglotis, que agitaran los labios de sus vaginas como un colibrí o fumaran con ellas un cigarrillo y fueran capaces de lanzar un chorro de orina que sonara como la caí­da de las cataratas del Niágara (un chorro verdadera­mente fraterno). Todo un poeta del tres al hilo textual y eyacular; pero más interesado en la inversión a largo plazo de remozar totalmente la literatura norteame­ricana con su esperma realista que en plata contante y sonante, le pasó el trabajo a su amiga Anaïs Nin. Ella sabía que la retórica era simple: botitas de veintidós botones, correajes tumescentes, lencería negra, au­sencia de sentimentalismo, y sobre todo grandes ver­gas hábiles para abrirse paso en jugosas vaginas bien dispuestas y múltiples. Lo hizo regular, con algunas caídas poéticas. Desde ese entonces Anaïs Nin, la es­critora con vocación de servicio para satisfacer la eró­tica masculina, quedó ¿paradójicamente? consagrada como la escritora erótica femenina por excelencia. Sin embargo, ella, que convertía divertidamente en dó­lares su obediencia ciega al deseo macho, terminó enviando al coleccionista una carta de queja que de­cía entre otras cosas: “El sexo no prospera en medio de la monotonía. Sin sentimientos, sin invenciones, sin el estado de ánimo apropiado, no hay sorpresas en la cama. El sexo debe mezclarse con lágrimas, risas, palabras, promesas, escenas, celos, envidia, todas las variedades del miedo, viajes al extranjero, caras nue­vas, novelas, relatos, sueños, fantasías, música, danza, opio, vino”. De este modo, Anaïs Nin hacía el pri­mer borrador –al menos uno de los más conocidos del siglo XX– de un manual de instrucciones para el Ars amandi y también, aunque nadie recogió el guante, para una hipótesis: cuando las mujeres mues­tran estos escrúpulos, ¿están diciendo con franqueza lo que necesitan o existe en la mayoría de ellas un goce pedagógico? Al escribirle a su coleccionista “El sexo pierde su poder y su magia cuando se hace ex­plícito, mecánico, exagerado; cuando se convierte en una obsesión maquinal se vuelve aburrido. Usted nos ha enseñado mejor que nadie que yo conozca cuán equivocado resulta no mezclarlo con la emoción, el hambre, el deseo, la concupiscencia, las fantasías, los caprichos, los lazos personales y las relaciones más profundas que cambian su color, sabor, ritmos, inten­sidades”, ¿no estaba excitándolo con sustancias más poderosas que el relato de cuadros eróticos como son el desafío y la provocación?

Claro que si uno se atiene a la voluntad de la autora y a través de su grito de esclava liberta, Anaïs Nin no solo criticaba la pornografía sino, al parecer, la sexua­lidad masculina misma. Si bien no era la primera vez que las mujeres trataban de definir su diferencia, fue Nin una de las que más se empeñó en promover, en el terreno de la literatura, una mística de su propio sexo sexuado. Mística que, como todas las de liberación, arrastra en su mismo gesto de ruptura algunos aspec­tos no tan tirabombas.

“El ritmo de la mujer es más flexible, más fluido, más sutil”, dice la teórica Luce Irigaray. Y su goce estaría sellado en su propio cuerpo a través de esos la­bios inferiores que se besan entre sí sin que ni siquiera ella pueda evitarlo. ¿A quién estaba provocando? ¿A Jacques Lacan, que terminó por prescribir su excomu­nión de la Ecole Freudienne de París?

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“Aspectos intelectuales, imaginativos, románticos y emocionales. Eso es lo que confiere al sexo sus sor­prendentes texturas, sus sutiles transformaciones, sus elementos afrodisíacos. Usted ha dejado que se mar­chite el mundo en sus sensaciones, está dejando que se seque, que se muera de inanición, que se desangre”, chanta la Nin a su coleccionista. Tretas del débil –las de Irigaray, las de Nin– que se arrogan un saber para revertir un dominio pero también una suerte de este­tización del sexo, de apología de lo sublime (cuándo no iremos a parar las mujeres de ese lado), donde re­torna la figura odiosa de la maestra normal dispuesta a sacar a Kaspar Hauser de su barbarie genital. El colmo es cuando Nin dice: “Solo el pálpito al unísono del sexo y el corazón puede producir éxta­sis”. ¿Reverbero católico de la unión entre cuerpo y alma? Si dan ganas de decir: “Muy bien, señoras, bas­ta de agujero-palito, de al pan, pan y al vino, vino. Empecemos con los grandes rodeos mareadores, las miradas de veinte minutos. Pero ¿qué tal una mancha de menstruo (de menstruo nomás, no de menstruo elevado al rango de vino pascual), un poco de buen olor a axilas, flatulencias?”.

Cuando se organiza una mesa redonda o un su­plemento sobre literatura erótica se convoca a mu­jeres. ¿Beneficios de una civilización que encuentra al macho regenerado o al menos reprimido? No. Allí hasta el más moderno vuelve a sostener la certeza de la semejanza entre literatura y vida. Se trata de que ellas (las mujeres) aprendan a poner en bellas figuras sus ficciones de alcoba, hechas a la medida del amo, y de poder leerlas como si se las espiara. Pero también de arrancarles un secreto, el instante en que por traducir a la tradición (viril), su sexo les juegue una mala pasa­da y traduzcan mal, es decir, traicionen, confesándose como si estuvieran a solas. Son estos deslizamientos los que provocaron que Anaïs Nin se hiciera totalmente cargo de su libro Delta de Venus, escrito bajo la varita libertina del coleccionista.

Mientras tanto las mujeres escriben sobre erotismo oscilando entre la tentación de excitar y el riesgo de ser arrancadas de sí mismas. Propongo que hablar de literatura femenina es hablar de erotismo, y en eso va­mos a calentar la máquina de escribir que, al no tener sexo, no traiciona.

*Autora de Panfleto, Literatura Random House (fragmento).