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DEMANDAS INSATISFECHAS

Lecciones de la democracia

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Desencanto uno. El sentimiento puede resumirse en una sola palabra. Des-encanto. Para quien cursó la escuela de la izquierda –comunista con partido, militante setentista, marxista de grupo de estudios, socialista sin partido– el ideario, aunque confuso y divergente, siempre era el mismo. Se avizoraba el paraíso sin clases sociales, sin pobres ni ricos, como había determinado la historia escrita por nuestro maestro Marx. Era tal la certeza que jamás se planteó ninguna duda, porque las verdades pronunciadas por él nadie podía discutirlas. El materialismo científico era la garantía. La historia era la historia de la lucha de clases que conducía al paraíso glorioso y exultante.
El desencanto fue letal, gris como el más plomizo atardecer en donde las esperanzas se esfuman. No sólo en este territorio, nuestra casa, sino en todo el mundo.
Pero de los fracasos y el dolor también se aprende. Vino el tiempo de la reflexión (en México). Y con cierta cautela nos fuimos familiarizando con un concepto al que mutilamos un vocablo. Al “centralismo democrático” que había sido nuestra escuela le arrebatamos una palabra, “centralismo”, y optamos por la otra, que habíamos despreciado: democrático. ¿Democracia? ¿Cuál? ¿La burguesa?
No fue sencillo. Era como quitarse las cuerdas de acero que amarraban nuestro cuerpo, de pies a cabeza, atadas las manos en la espalda, con el gravísimo riesgo de caer en el peor de los pecados: la traición.
Y en esas noches mexicanas donde se ponían en cuestión hasta los fundamentos más básicos de nuestro ideario absoluto, donde el cielo se desplomaba sobre las creencias más inmanentes de la adolescencia y la adultez, en esas noches tratábamos de incorporar ese nuevo vocablo que, como si fuera una alfombra mágica, nos trasladaba al campo de los que hasta ayer eran enemigos. El campo de las cámaras legislativas, el debate parlamentario, la verborragia de la tribuna electoral, el derecho al disenso.
Desencanto dos. En 1983, recuperada la democracia, pusimos la misma energía desplegada en aquellos años de creencias comunistas. Ahora se abría un mundo nuevo que auguraba un futuro para aquellos pobres que no habíamos podido proteger con las armas. Eran otras las armas que comenzamos a utilizar en la oxigenada libertad que nos prometía la democracia: la pérdida del miedo, la palabra escrita, los libros, la posibilidad de manifestar libremente por diferentes demandas, el parlamentarismo, la Justicia independiente. Todo era una novedad sorprendente: mediante el diálogo, el intercambio de ideas, el reconocimiento del derecho a disentir, podríamos arribar a ese sueño que nos habían arrebatado años antes: una sociedad igualitaria, donde no hubiera hambre ni injusticias sociales.  
Al cabo de 32 años de democracia tenemos dos mil villas miserias, millones que no tienen trabajo, viven de subsidios y carecen de los más elementales derechos que garantiza la Constitución: agua potable, cloacas, transporte y viviendas dignas, educación y salud de calidad. Aún en períodos con economías florecientes como nunca antes en la historia. Otra vez el desencanto.
Esperanza (cautelosa). Si el gobierno que se va no resolvió esas demandas básicas después de 12 años de gestión, contando con todos los recursos políticos y económicos, no es fácil ser optimista con el que asumirá dentro de pocos días. Pero sabemos que la democracia está instalada e incorporada en nuestra vida ciudadana. También sabemos que es imprescindible acordar políticas de Estado para resolver las promesas incumplidas de igualdad y bienestar, y que el éxito de esa empresa no es responsabilidad solamente del que gobierna circunstancialmente sino de todas las fuerzas políticas bajo el atento control ciudadano. Mantener una cautelosa esperanza y una participación responsable es la mejor de las conductas para una sociedad que ha sido testigo de las peores prácticas de la política.

*Coautor de Perón y la Triple A.  Las 20 advertencias a Montoneros.