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Los pasajeros del tren de la noche

Tomas150
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La década que se cierra será identificada, entre tantas otras cosas, como la que finalmente dio cabida a las aproximaciones más interesantes del arte argentino con respecto al tema de la dictadura militar. Lejos del discurso oficial, de la cansina apología de la memoria, de los discursos maniqueos e incluso de la retórica que insiste con la teoría de los dos demonios, primero Albertina Carri con Los rubios (2003), y más tarde Nicolás Prividera con el desgarrador documental M (2007), hicieron lo propio desde el cine. La literatura empieza a ser otro campo fértil para el tratamiento de las profundas heridas que abrió el terrorismo de Estado en el cuerpo social: ahí está el gran libro de cuentos 76 (2008), de Félix Bruzzone, por poner sólo un ejemplo. Y también está el teatro. Que la dramaturgia argentina es una de las más vivas e interesantes de la escena internacional es algo sabido por muchos. Y el reciente estreno de Cómo estar juntos, de Diego Manso (los viernes por la noche en El Camarín de las Musas), pone el rasero bien alto para los autores que pretendan referirse, sin despreocuparse a su vez por los complejos mecanismos internos del arte en escena, a los horrores causados por los siete sangrientos años del último período dictatorial de la historia argentina.

Diego Manso (Buenos Aires, 1976) es escritor, dramaturgo y periodista. El llama a Cómo estar juntos un “drama doméstico”, pero la alusión no debe leerse sin ironía. No sólo porque lo doméstico funciona aquí como metáfora de algo mucho más abarcador, sino porque, si bien su obra es un drama, el texto, las acciones y los personajes empujan al espectador, con cada intervención y sin respiro, a través de un variado y complejo arco de emociones, sin dejar que se acomode o establezca en ninguna de ellas por más de un par de minutos. Del estremecimiento a la carcajada, como en una suerte de tren fantasma para esquizofrénicos. Ahí está La López, esa vecina entrometida que documenta la vida de Angélica, amiga enferma regresada del exilio, como una antropóloga inescrupulosa. Ahí está Nina, la niña autista, un adorable vegetal que sin embargo contiene en su inexpugnable interior y en su cara sin gestos más dulzura que cualquier otro ser humano. Ahí están los temibles Taglioretti, los nuevos ricos del barrio, católicos fervientes que hacen su agosto regenteando una casa de sepelios. Y ahí están los silencios, las omisiones, los secretos, dispuestos a salirse de su caja y estallar apenas uno de ellos, cualquiera, tense la cuerda un poco más de lo aconsejable.

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Hay una historia siniestra; están los papeles, interpretados por un elenco de lujo; y está la virtuosidad del texto. Pero hay algo más, que tiene que ver con el uso del lenguaje: su tonalidad, sus matices, su explícito y barroco anacronismo. Todos hablan un castellano con toques castizos, con florituras, claramente antinaturalista. Es como si los personajes habitaran un universo propio e irreal, desacomodado, fuera de foco, o más bien como si estuvieran atrapados dentro de él. El lenguaje, tan fundamental en Cómo estar juntos, es eso que les impide comunicarse, pero es también la rémora creada por un pasado que no los abandona y del que no podrán escapar. Nunca, hasta que llege el momento de la verdad. Que puede significar tanto la libertad, como la muerte.