COLUMNISTAS
en carne propia

Mesiánicos, calumniadores e inquisidores

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El sufrimiento provocado por una acusación de “cómplice de la dictadura” sobre cualquiera que sin abandonar sus convicciones y sin haberse sumado a un lado u otro en la lucha fratricida, pero sin retacear actos de solidaridad con los perseguidos, sólo se entiende cuando es sentido en carne propia. A pesar de valiosos testimonios en defensa de su noble actitud, el papa Francisco lo debe haber experimentado. Viejos partícipes del delirio foquista de los 70, disparador de la brutal y esperable reacción frente al desafío armado al monopolio de la violencia de las FF.AA., señalan con dedos inquisidores a quienes se abstuvieron de alimentar una “guerra civil larvada” que devino en repugnante matanza y latrocinio bajo otro delirio mesiánico. El del “partido militar” acicateado por el terror revolucionario y alentado por intereses económicos. Las calumnias al jesuita Jorge Bergoglio reavivaron en mi mente infamias de igual origen.

El 24 de marzo de 1970, día de mi baja del Ejército, entregué en el arsenal Viejobueno mi pistola Ballester Molina .45. Con ella sólo había matado en Junín de los Andes a una mula carguera que ya no podía comer. Mi mano temblorosa necesitó apretar tres veces el gatillo hasta ver caer al pobre animal. Hubiese preferido disparar mis obuses Schneider 10,5 contra la invasión chilena, temida desde el tiroteo de Laguna del Desierto en 1965. Para defender a la Patria había recibido el sable sanmartiniano grabado con la firma del presidente Arturo Illia y el “sean eternos los laureles” una mañana de diciembre de 1964 en El Palomar. En el invierno de 1969, luego de intentar debatir el Cordobazo dentro del Grupo de Artillería de Defensa Aérea 101 de Ciudadela y de participar en un ejercicio táctico en la mesa de arena, apuntando cañones antiaéreos Boffors 40 mm a la Facultad de Medicina de la UBA, “copada por peronistas y comunistas”, pedí hablar con el teniente coronel jefe del regimiento. Reprimió su estupor y su furia cuando le dije que no iba a cumplir órdenes de sacar la tropa contra la población civil, que lo haría sólo contra un enemigo extranjero, que no era policía ni gendarme. A los 25 años pasé a ser un sospechoso bajo la mira. De guardia, comandando soldados para defender el cuartel –ya había sido asaltada la guardia de Campo de Mayo– rogaba que no fuéramos atacados pues compartía las razones de la resistencia al Onganiato. Ya estudiante, en el verano de 1974 viajé a Perú e hice un trabajo sobre la revolución peruana. Con ello gané una beca de Unesco en Flacso-México D.F. que me alejó del terror.

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Al presentarme como sociólogo, ex teniente y ex militante de la “maravillosa” JP, cometí un doble error. Era octubre de 1976 y, mientras en la Argentina desaparecían queridos amigos, festejé mi 33 cumpleaños en la Plaza Garibaldi. Inolvidable noche de libertad, mariachis, tequila y compañeros latinoamericanos, entre ellos Jorge Lara Castro, ex canciller paraguayo con Lugo. A comienzos de 1977 un matutino mexicano denuncia que entre los alumnos de
Flacso “se halla infiltrado un teniente espía de Videla”. El golpe fue terrible. Otra vez era un sospechoso bajo la mira, esta vez de la inquisición monto instalada en México. Una cursante que aducía pertenencia a Montoneros objetaría en los 90 mi participación en una revista. No así la del capitán retirado Tibiletti. Desde el menemismo ejerce la rectoría de una universidad nacional. Supe que era la autora de aquella calumnia. Hace un tiempo, un ícono de Página/12 denostó a los llamados “33 Orientales” echados del Ejército en 1979-1980. Usando pruebas facilitadas por la ex inteligencia militar de la dictadura, crucificó a su amigo Luis Tibiletti publicitando su rol en operaciones de “inteligencia antisubversiva” en Zárate y Campana. El mismo que llegó a ser secretario de Seguridad con Aníbal Fernández y asesor de la ministra de Defensa Nilda Garré. ¿Recomendado por quién?
Por el inquisidor del Papa, Horacio Versbitsky.

*Sociólogo y periodista.