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¿No están hartos de comer mierda?

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Primero vendieron los colores, pero no dijimos nada porque la publicidad en la camiseta ayudaba a mantener a las figuras. Después vendieron a las figuras del equipo, pero no dijimos nada porque según los dirigentes era bueno para el club. Después vendieron a los pibes que asomaban, pero no dijimos nada porque venía bien para pagarle mejor a los que quedaban. Si el club ganaba un campeonato, todo podría recuperarse.

El “capo” Julio Grondona, que venía de la dictadura, se hizo multimillonario como intermediario en la devolución y pago de favores, manejando árbitros y la caja de la AFA, pero no dijimos nada porque alguna vez ese “favor” tal vez le tocaría a nuestro club. Después llegaron las barras, pero no dijimos nada porque alentaban a los nuestros. Después supimos que insultaban o alentaban según quién les pagara, el técnico, algún jugador, los políticos en elecciones o un candidato a la presidencia del club, pero no dijimos nada porque había que hacer el “aguante”.

Mataban hinchas, pero no decíamos nada porque eran de los otros. Se convirtieron en mafias, tenían negocios de reventa de entradas, de “trapitos”, de distribución de drogas, apretaban jugadores, dirigentes, cobraban del club, viajaban a los mundiales, pero no dijimos nada porque no podíamos decir nada frente a semejante poder criminal.

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Después nos hicieron esperar media hora para salir de la cancha, pero no dijimos nada porque era por el bien de todos, para que no se mataran entre las barras. Ahora ya no podemos ir a ver al equipo cuando juega de visitante, pero no decimos nada porque al menos no hay que jugarse la vida en el intento. Después de todo ya tenemos el “futbol para todos”, gratis, que pagamos con nuestros impuestos, nuestra guita.

Pasaron 24 años desde el Mundial 90. Menemismo, Alianza, kirchnerismo, todas versiones de lo mismo. Nos vendieron, nos compraron, –YPF, Aerolíneas, las empresas del Estado– y siempre se quedaron con la diferencia. Prometían, mentían, robaron, pero no decíamos nada porque estábamos “condenados al éxito”. ¿Qué otra cosa se podía hacer más que creer, confiar, esperar?

En algún momento todo iba a cambiar y podríamos recuperar esa alegría del fin de semana, la de ir a ver jugar a nuestro equipo, y recordar al abuelo, al tío, al primo, al viejo, a los amigos con los que nos juntábamos, a todos los que habían ocupado antes esas mismas tribunas.

Porque eso era el club, el “país” soñado de la infancia. Eso son los colores. Esa es la historia. Esos equipos que nombrábamos de memoria. Eso era. Verlos salir a la cancha, cantar, gritar un gol, abrazarte con cualquiera, mirar al cielo, dedicarlo, volver felices. O derrotados, con la sensación de que la pena iba a durar todavía unos días. Y si no era en este campeonato, sería en el siguiente. Con ese refuerzo esperado, con ese jugador tan feliz de integrar nuestro equipo, según declaraba.

Pero a ese juego se lo llevaron los buitres. El Gobierno, que lo usa para hacer propaganda, intermediarios, los que lavan guita, representantes, dirigentes que tradujeron el lenguaje del amor al club a la jerga de los negocios: “presupuestos”, “pasivos”, “ventas”, “compras”, “merchandising” “competencia internacional”, “beneficios”, “administración”, “campeonato económico”.
Y así. Quedamos a la espera. Mirando todo por la tele. Sin comprender por qué, sin saber que fue de aquél país, de aquél juego que queríamos tanto y que todos sabíamos jugar tan bien. Hasta que de pronto, uno, un líder natural, Mascherano que nunca, criado y educado en la esencia y en la derrota, cansado de sumar pérdidas, vino a recordarnos que eran ya 24 años de fracasos. Primero se lo dijo a él mismo y a los compañeros: “estoy harto de comer mierda” Su voz retumbó en la intimidad del vestuario. Desde entonces nos pregunta cada día, antes de salir a jugarnos por la vida y el país que soñamos: ¿No están hartos de comer mierda?

*Periodista.