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muertes

Otra vez

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A Dante Francisco Valdez, de 3 años, lo mató su papá, Emiliano, de 24. Todo indica que lo golpeó a mansalva y por fin lo degolló, en su casa de Villa Tranquila. A Emanuel, de 4 meses, lo mató su mamá, Antonela Leopardi. Se supo que lo sumergió hasta ahogarlo en el piletón del baño de un camping de San Bernardo. A Dante, el papá lo mató “porque no tenía futuro”, se entiende que un futuro bueno, y ante eso decidió quitarle todo futuro, bueno o malo. A Emanuel su mamá lo mató, según parece, porque su padre la había abandonado.
Estos casos, feroces y recientes, nos remiten, en su carácter extremo, al orden de la patología: Valdez será examinado por los profesionales del Programa de Salud Mental, y Antonela, según testigos, habría sufrido un brote psicótico. Pero no deberíamos dejarnos tentar por la ilusión de que las patologías transcurren por fuera del orden social, en un más allá que no nos compete. El hecho es que, de nuevo, dos niños han muerto asesinados por sus progenitores.
El hecho se repite, y entonces yo también. Entiendo por mi parte que hay una seria limitación conceptual en el hecho de haber encuadrado de manera tan absoluta todo el drama de la violencia doméstica en términos de violencia de género. Por supuesto que sobre esta cuestión tan terrible había mucho que hacer, y sigue habiendo mucho que hacer, en materia de concientización general. Pero insisto en que, al concentrarse tan exclusivamente en el tema del género, esta otra zona de la violencia doméstica, aledaña y a menudo complementaria, queda llamativamente silenciada, reforzando lo que parece ser un tabú: el de la violencia que los padres o las madres ejercen sobre sus propios hijos.
Parte de aquella tan necesaria concientización general ha apuntado, para mí con todo acierto, a señalar y evidenciar la genealogía de la violencia: esa que, en su completo desquiciamiento, lleva a matar, antes ha cobrado la forma de una paliza, y antes la de algunos golpes, y antes la de un bife, y antes la de la humillación y el maltrato verbal. Pues bien, se supone que el mismo discernimiento debe alcanzar a las cosas que los padres y las madres pueden llegar a hacerles a sus hijos, creyéndolos de su propiedad. Más acá, mucho más acá, de los tremendos casos criminales, parece moneda corriente que ciertos padres o ciertas madres agredan verbalmente a sus hijos o les apliquen castigos físicos del más diverso tenor. Es aberrante, sí, pero se admite como si fuera la cosa más razonable.
Lo cierto es que hay otros dos chicos que murieron, en estos días, a manos de su padre y de su madre. Si yo fuese capaz de organizar una marcha contra esto, lo haría. Pero apenas si soy capaz de redactar estas modestas líneas para que vayan a la página de un diario, y luego, tal vez, a un saco roto.