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Solos en la madrugada

Malas noticias para los enemigos de la política: vive y goza de fornida salud. Pero no en la Argentina, claro. La situación acá, en cambio, es penosa.

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Malas noticias para los enemigos de la política: vive y goza de fornida salud. Pero no en la Argentina, claro. La situación acá, en cambio, es penosa.

Una candidata presidencial de 2007 calificó de “impostor” a otro presidenciable. El, para estar a la altura, le dijo que ella era una “haragana”, una mujer incapaz de gobernar.

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La criticada por perezosa suele calificar al matrimonio presidencial de ladrones y mafiosos. Desde el Gobierno, obviamente, no se amilanan: el siempre jovial ministro Aníbal Fernández ha dicho que Elisa Carrió padece de demencia. El enfático paladín de Quilmes copó el escenario mediático con chascarrillo ocurrente: la chaqueña, ha dicho, no tiene “los patitos” alineados. La lista sigue, pero –como se ve– el panorama es tétrico.

De cara a este show room de la indigencia cultural, los enemigos proverbiales de los Estados Unidos, que son muchos en este país, uno de los más antiyanquis del mundo, se muerden ahora la lengua ante la crónica cotidiana de vigoroso ejercicio de la democracia que proviene de la campaña electoral norteamericana. Allí se percibe participación popular, entusiasmo y capacidad de debate realmente notables.

Lamentablemente, no son muchos los periodistas que entiendan bien inglés como para seguir el proceso paso a paso, pero si los tuviéramos, se debería sugerirles que se limiten a sintonizar cada noche Fox News, CNN e incluso la admirable BBC británica, para ingresar a un mundo de intercambios políticos de vitalidad asombrosa, comparados con la neurótica y siempre incrédula Argentina.

Las campañas de los dos grandes partidos norteamericanos, el gobernante Republicano y el opositor Demócrata, revelan una energía que impresiona por su grado de civismo y positividad. Los demócratas, fuera del poder hace casi ocho años, tras el doble mandato de Bill Clinton, procesan su selección de candidato presidencial, notable por la diversidad y empuje de los ocho que inicialmente se lanzaron a la búsqueda de la candidatura.

Han sobrevivido los dos mejores, en nueva ratificación de ese perdurable darwinismo que es impronta del sistema, porque Hillary y Obama son verdaderamente quienes mejores atributos tienen. Pero nadie ninguneó a nadie.

No hubo descalificaciones a priori, ni asesinatos de carácter. Hillary ha debatido abiertamente por televisión con todos sus rivales y, para decirlo con la patotera jerga argentina, se la ha “bancado”.

En una campaña verdaderamente abrumadora por la escala del país y los recursos políticos, logísticos, humanos y materiales que implica tamaña ambición, se advierte que, lejos de la apatía y el ensimismamiento que pudo haber generado el calamitoso error norteamericano de invadir Irak, la sociedad civil reacciona apasionada y con voluntad civil de participar activamente en la elección de su destino.

No sólo no hay confrontaciones venenosas y personales entre candidatos, sino que hay franco y estimulante reconocimiento de la otredad: no es imposible que Barack Obama dialogue cordial y afectuosamente con el casi seguro candidato republicano John McCain en el Senado que ambos integran, y Obama y Hillary, juntos en numerosos foros, buscan lealmente el apoyo de la militancia, pero sin descalificarse ni insultarse jamás, acentuando siempre, claro, sus posiciones personales.

Los partidos existen, funcionan y sirven en los Estados Unidos; McCain dejó fuera de combate a Mitt Romney y ahora aguarda que el colorido Mike Huckabee tire la esponja, pero esos fenómenos son consecuencia del empuje y capacidad de movilización, motorizados por una confrontación política dura, aunque con códigos.

Pasó ya en otras campañas y basta recordar cuánto significaron para el progresismo demócrata campañas perdidas, pero arduamente peleadas, como las de Ted Kennedy, Howard Dean y George McGovern, para mencionar algunas.

La comparación con el predicamento argentino es desoladora. ¿Con quién debatió y cruzó ideas Cristina Kirchner antes de llegar a la presidencia? No sólo no lo hizo con sus rivales de otras fuerzas, sino que ni siquiera lo intentó con quienes se reconocen peronistas.

¿Por qué, si las minorías son consideradas ahora legítimas en el kirchnerismo, no intentaron acercarlo a Lavagna antes de las elecciones? Porque el principal enemigo de los partidos políticos entendidos como comunidades de ciudadanos con sensibilidad cívica, es el Gobierno, que hasta ayer los calificaba despreciativamente de “corporaciones” y ahora proclama nostalgia por institucionalidades serias y maduras, a las que dicen querer parecerse.

En los Estados Unidos culmina un gobierno fallido, impopular y mediocre en casi todo lo que emprendió. Pero cuando los norteamericanos voten en noviembre y Bush se retire del cargo en enero de 2009, el esqueleto del régimen político seguirá siendo tan saludable y legítimo como ahora, aun cuando es habitual que no vote nunca más del 55-60% de los ciudadanos. En EE.UU. no es obligatorio, se vota en una jornada de semana laborable, un martes, y no tienen vigencia ingenuas estupideces antidemocráticas, como el voto en blanco.

Hasta en la políticamente enfermiza Italia, donde se elige jefe de gobierno el 13 y 14 de abril, la aceptación y reconocimiento mutuos que se prodigan entre ellos las figuras principales es inimaginable en la Argentina. Silvio Berlusconi y Walter Veltroni son los únicos en condiciones de ganar, pero entre ellos y entre sus estados mayores hay, pese a la a menudo patológica conflictividad de la política italiana, un nivel de tolerancia republicana inconcebible en la Argentina de hoy.

Algo similar sucede en España, donde se elige jefe de gobierno antes, el 9 de marzo. Aunque la enemistad ideológica entre Rodríguez Zapatero y Rajoy es visible y nadie la maquilla, socialistas y populares forman parte de un sistema, al que respetan y protegen. Debaten entre ellos, argumentan, se aceptan desde sus diferencias abismales, como el año pasado lo hicieron en Francia el actual presidente Sarkozy y su opositora de entonces, Segolène Royal.

Por acá es distinto. Acá es la guerra. Es el desprecio. Es la suma del poder o el aniquilamiento.

No es que la política sea antigua e inútil en todas partes y siempre. En la Argentina han triunfado intentos musculosos para convencer a la sociedad de que es mejor dejar gobernarse por caudillos y matrimonios poderosos.

Se ha vilipendiado tanto a la democracia institucional, que han terminado por hacer creer que sucede lo mismo en todo el mundo. Eso no es cierto. Por eso, esta semana, mientras el brasileño Lula mantenía una cumbre con su par francés Nicolas Sarkozy y concretaban alianzas comerciales, estratégicas y diplomáticas, simultáneamente la presidenta argentina recibía en la Casa Rosada a un pequeño y sangriento dictador africano. Comparación elocuente.