COLUMNISTAS

Tercer tiempo

Me dicen que no me puedo perder Avatar, pero que tengo que verla en su versión Imax, o al menos en tres dimensiones con anteojitos. La copia plana ya sería un retroceso enorme, pero en San Clemente no sólo la pasan chata, sino hablada en castellano. Demasiado, aun para la curiosidad que me provoca una película que Angel Faretta celebra como el acabamiento del cine y Naomi Klein como un desafío interno al imperialismo americano.

Quintin150
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Me dicen que no me puedo perder Avatar, pero que tengo que verla en su versión Imax, o al menos en tres dimensiones con anteojitos. La copia plana ya sería un retroceso enorme, pero en San Clemente no sólo la pasan chata, sino hablada en castellano. Demasiado, aun para la curiosidad que me provoca una película que Angel Faretta celebra como el acabamiento del cine y Naomi Klein como un desafío interno al imperialismo americano.
Pero Invictus, la última película de Clint Eastwood, no requiere de sofisticaciones tecnológicas, aunque también se ha convertido en motivo de editoriales domésticas. El film suele complacer a los opositores en la medida en que molesta a los kirchneristas. La elección de Mandela por incluir a los boers en la nueva Sudáfrica contradice el amor de los militantes oficiales por el conflicto mientras que los opositores la aprovechan para sugerir acuerdos abstractos en los que nada sacrifican. Un amigo ultrakirchnerista sugiere que Mandela no es mucho más que un negrito Tío Tom y que Invictus es la visión hollywoodense de La fiesta de todos, aquella celebración del Mundial ’78 que quedó en los anales de la infamia cinematográfica.
Hay que reconocer que la chanza no deja de ser ingeniosa. La última parte de Invictus comparte con La fiesta de todos la progresión de partidos del torneo mundial y la creciente euforia en cada festejo. Hay una pequeña diferencia, sin embargo, más allá de la obvia distancia entre los propósitos de uno y otro film. En La fiesta de todos, los militares casi no aparecen: se disimulan detrás de los jugadores y de la población. Su función es custodiar la idea de pueblo, una entidad platónica que antecede al deporte y favorece, de paso, tanto la guerra como la eliminación de quienes la subvierten. Pero Eastwood no es un populista sino un cineasta con un claro sentido de la forma. El pueblo de Invictus es una creación del artista que se plasma en un intercambio cromático. En el primer plano de la película, Mandela sale de la cárcel y atraviesa una carretera en la que de un lado están los blancos jugando al rugby sobre el césped con sus uniformes brillantes e inmaculados, del otro los negros con el torso desnudo y su fútbol en opacas canchas de tierra. La película parte de esos planos separados y los mezcla al final en el multicolor espectáculo de las gradas del estadio. Entre una situación y otra mediará la voluntad de dos individuos, un presidente negro que entiende el valor de los colores y un rugbier blanco, convertidos por la historia en maestro y discípulo, dispuestos a convencer a sus compatriotas de que “son mejores de lo que creen”.
Lo que hace de Eastwood un cineasta fascinante es que su obra se caracteriza por la continua revisión de sus propios valores. Así es como el sucio Harry, eternamente desconfiado del poder, cultor de la venganza y el individualismo extremo, termina haciendo una película sobre un estadista y sobre la reconciliación colectiva. Pero así es también como sus últimas películas recorren un caleidoscopio de paisajes morales: un par de películas bélicas (Cartas desde Iwo Jima, La conquista del honor) en las que los héroes sólo tienen sentido en el bando enemigo, otra (Million dollar baby) en la que no hay modo de resolver un problema ético, una en la que la división entre el bien y el mal es tajante y absoluta (El sustituto), hasta llegar a Invictus, en la que no hay personajes malos ni dudas sobre el desenlace. Con Fritz Lang, Eastwood debe ser de los pocos cineastas capaces de entender que el cine no es la ilustración de un relato externo ni la demostración de una cosmovisión previa, sino que cada película ofrece la posibilidad de trazar un nuevo mapa moral del mundo. Por eso nos interpela y por eso sigue siendo el más fresco, el más libre y el más actual de los cineastas americanos.