COLUMNISTAS
intolerancia y odio

Un macabro rompecabezas

La decapitación, de larga tradición en Occidente, hoy seduce a jóvenes criados en su cultura pero que se han volcado al fundamentalismo islámico.

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En Irak y Siria no hay dato que no sea desmenuzado para dar con los asesinos de James Foley y liberar a los rehenes aún presos: imágenes multiplicadas ad nauseam, palabras comparadas con otras según cómo se las pronuncia en los barrios de Londres, y hasta la reproducción del retículo de venas sobre el dorso de la mano del hombre vestido de negro que ejecutó al periodista norteamericano, al parecer una superficie que, cuando se miden los ángulos y las sinuosidades, arroja un dibujo irrepetible.

El Special Air Service británico no tiene días ni noches; cuando “John” sea ubicado –así se denomina al asesino de Foley–  actuarán suplantando la inteligencia por la fuerza. Se sospecha de Abdel Bary, un veinteañero originario de Egipto (cuyo padre, lugarteniente de Osama Bin Laden, fue extraditado a los Estados Unidos), un rapero adolescente inclinado por la música hasta que hace dos semanas internet lo mostró al mundo con la cabeza de un ser humano en sus manos. Su mentor, el predicador Anjem Choudary, dijo durante una manifestación a favor del Califato en Oxford Street: “Muchos de esos bravos muchachos son mis discípulos”. Los sospechosos tienen hackers que antes de trasladarse a Siria habían robado información personal de Tony Blair, y que enseñan cómo saquear una cuenta bancaria. También hay scouters que reclutan “talentos” por internet; dealers, aprendices literarios. George –nombre de guerra de Abu Muhareb– es el líder del grupo que algunos llaman “Los Beatles”. Quienes fueron sus “huéspedes” repiten dos características: la psicopatía y el sadismo.

Sobre decapitaciones: el degüello de Foley, repetido más allá del espanto y la saturación por internet, es una pieza contemporánea del macabro rompecabezas que la intolerancia y el odio (y las raíces de ambos) han ido armando en la cronología de nuestra especie. La Medusa es decapitada por Perseo, aunque su mirada sigue exterminando a quien se atreva a sostenerla. Judith, la hermosa judía, salva a su pueblo cortando la cabeza del general Holofernes. La hermosura y el garbo bailarín de Salomé enloquecen a Herodes, quien ordena la decapitación de Juan el Bautista.

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Lo notable es la fascinación que siguen ejerciendo esos mementos extremos, y la que ejercieron sobre Caravaggio, quien pintó los tres actos trágicos. Pocas imágenes de una reducción de la condición humana al asco se pueden comparar con el Saturno devorando la cabeza de un hijo, de Goya, una antropofagia más allá de la locura que representa su obsesión (y no sólo la de él) con el paso del tiempo.

La muerte por decapitación, votada por la Asamblea francesa en 1791, era a la vez un castigo moderno que evitaba la tortura y los sufrimientos anejos, y un castigo tajante contra los enemigos de la revolución. Fue empleada por última vez en 1977.

Entre nosotros, son un ejemplo el degüello de Francisco Ramírez, “Supremo Entrerriano”, por soldados de su rival, López, y el amable envío que este último hace de la cabeza del caudillo “envuelta en cuero de carnero… para colocarla en la catedral, encerrada en una jaula de hierro”.

Pero volvamos a la versión siglo XXI segunda década de la Guerra Mundial por fascículos geográficos. Los EE.UU. se negaron a pagar por el rescate exigido a cambio de la vida de Foley. ¿Por qué pagar para financiar nuevos pedidos de rescate? es el razonamiento. John Kerry saludó la liberación del reportero Peter Curtiss luego de dos años (secuestrado por Al Qaeda), pero se dice que quienes negociaron fueron los Emiratos Arabes, y que su libertad se debe a “razones humanitarias”. También volvió a su patria un alemán, con la desmentida de Berlín de haber pagado.

Quedan veinte en la misma situación. Mientras, Estado Islámico se abatió sobre la base aérea de Tabqua –en Siria–, de la que se evalúa es una de las últimas colinas de resistencia de Damasco. Angela Merkel, acaso porque las palabras son más baratas que una moneda, comentó: “En Irak está en marcha un genocidio por parte de los milicianos del califato Estado Islámico, que atacan valiéndose del terror a todos los que no piensan como ellos”.

En los días en los que Merkel visitó Kiev, el viejo “derecho a la humillación” reverdece como lo hicieron rejuvenecer ucranianos y polacos en el marco de la Segunda Guerra, norteamericanos en la cárcel de Abu Ghraib –capuchas, perros–, colonialistas apoyando su puño cerrado en el estómago de norvietnamitas agonizantes. ¿Inhumanos? Acaso humanos en grado cero, en ese “modo neutro” donde se termina negando lo que se pretendía afirmar. Al mismo tiempo que se celebraban los 23 años de la independencia de Ucrania de la Unión soviética, que el ministro de Defensa de Kiev saludaba desde una saludable limusina descapotable, “celebrando en estilo soviético la libertad conquistada al fin de la era soviética”, los rebeldes separatistas de Donetsk –para celebrar idéntica efeméride– hacían desfilar a los soldados prisioneros, su “botín de guerra”, entre las befas y la basura que arrojaba la turba, culpándolos de los civiles muertos. Cualquier semejanza con la humillación sufrida por los 50 mil prisioneros de guerra que en julio de 1944 debieron desfilar en Moscú por orden de Stalin no es casualidad sino atavismo. Los “fascistas de Kiev” basculaban entre sus cabezas gachas y los pedidos de la multitud: “Colgadlos de un árbol”.

En la era de internet (“el epicentro de un mundo en el que vivimos”, ya que en red conocemos amigos, escogemos libros y películas, gerenciamos nuestro compromiso político, archivamos nuestros datos más personales), el régimen sirio convocó a la sociedad italiana de vigilancia Area Spa porque tenía “necesidad urgente de seguir la ubicación de algunas personas”, revela Glenn Greenwald (Premio Pulitzer 2014). En Libia, cuando la revolución capturó el centro de monitoreo gubernamental (2011), se encontraron delante de “un muro de aparatos tan grandes como heladeras” de la marca francesa Amesys. Hace décadas que los líderes norteamericanos imprimen pavor a la población “para legitimar guerras de agresión, un régimen de torturas con ramificaciones en el planeta entero y la detención (cuando no el asesinato) de ciudadanos extranjeros y norteamericanos aun sin precisos argumentos de imputación”.

Sam Tenenhaus viene de referirse en el New York Times a la “generación gentil” (llamada originariamente millennials), la primera en alcanzar la mayoría de edad en el siglo XXI. A diferencia de sus antecesoras (la silent generation, los baby boomers y la Gen-x) aprendieron de los atentados a las Torres Gemelas, supieron por la crisis de 2008 que la riqueza puede ser fugaz e idearon manifestaciones como “Occupy Wall Street”. No creen mucho en las instituciones ni en los bienes materiales, viven en un amplio espectro de creatividad, les preocupan los problemas sociales y privilegian compartir con los demás. Son ochenta millones de estadounidenses y “los optimistas más tenaces de la Nación”, que creen que los mejores días están por venir.

Dicen que con ellos traen sus valores.

Que no tarden.