COLUMNISTAS
MARIA ELENA WALSH

Un talento inagotable

¿Qué fue, qué es María Elena Walsh para mí? Si la palabra “nutrir” fuera válida para definir el amor, la amistad, los años de aprendizaje, la búsqueda de la raíz íntima y el encuentro con la raíz del lugar común; si nutrir es compartir, venerar, consolarse, amparar, desvelarse por encontrar el camino, dar vueltas y no encontrarlo; si “nutrición” fuera la palabra para definir el amor y el crecimiento en todas sus instancias…

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¿Qué fue, qué es María Elena Walsh para mí? Si la palabra “nutrir” fuera válida para definir el amor, la amistad, los años de aprendizaje, la búsqueda de la raíz íntima y el encuentro con la raíz del lugar común; si nutrir es compartir, venerar, consolarse, amparar, desvelarse por encontrar el camino, dar vueltas y no encontrarlo; si “nutrición” fuera la palabra para definir el amor y el crecimiento en todas sus instancias… A lo largo del camino de una vida, la nutrición altera recorridos estigmatizados, opera de manera mayéutica, convoca eso que podemos ser y no sabemos cómo alcanzar, da fuerzas, confianza, saber de sí, entender el mundo y gozar de ese entendimiento; impulsa a quemar etapas y alcanzar una plenitud de instantes benéficos. Crecer. Recurro a una frase de ella: ¿cómo consolarse del mutis de una persona que nos ha dado de comer?

Cuando a María Elena se le declaró el cáncer y estuvo obligada a pasar meses alternando estadías entre su casa y camas de diversos sanatorios, le hice un largo reportaje. Allí están su vida y su obra hasta ese momento, mediados de 1981. Durante seis meses nos encontrábamos en su departamento de la calle Bustamante mientras ella se recuperaba de la quimioterapia y superaba la primera de las tantas operaciones del fémur severamente dañado por el cáncer. Aquellos encuentros fueron un subterfugio para superar esa época de incertidumbres, dolores, depresiones y berrinches.

Fue contándome su vida, acumulada hoy en casetes de cinta, desgrabados luego en incómodas páginas tamaño oficio que iban acumulándose a lo largo de la peor etapa de la enfermedad. Esa voz, esa tonada intencionalmente descangallada, que era su armadura contra la solemnidad, no se pueden recrear en letra escrita. Esa voz prístina y urticante no puede leerse ni reproducirse, pero está encaramada en el recuerdo de aquellas tardes de intimidad. No he vuelto a escuchar el material desde aquella época porque ya no tengo la técnica al alcance y, sobre todo, porque no hay nada más desgarrador que revivir la juventud en voces o imágenes que dan constancia de la inexorable materia de la que estamos hechos: el tiempo.

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Mi necesidad de preguntar no obedecía solo a mi deseo de estar con ella, sino de entender cómo se había gestado ese talento con el que abordó con igual gracia y fantasía géneros tan diferentes como la poesía, la canción, el teatro, el music hall, la sátira, el artículo periodístico o la literatura infantil. El resultado de nuestros diálogos fueron páginas y páginas de charlas y confesiones que ella, una vez concluidas, corrigió de puño y letra. Conocí a María Elena de dos maneras; una, por el contacto con su obra. La otra, personalmente, cuando hacía mi doctorado en Alemania y visitaba a mis padres que estaban en misión diplomática en París. Tenía 13 años cuando mi primo David, un ángel de la guarda que veló por la educación estética de toda la familia, me llevó a ver Doña Disparate y Bambuco al Teatro San Martín. La sala Casacuberta estaba atestada de niños que conocían las canciones de memoria y así, rezagados y un poco más lentos que el ritmo de las juglares, coreaban en voz baja Manuelita.

Recuerdo a Leda Valladares y María Elena Walsh vestidas de pajes medievales cruzando el escenario con sendas guitarras, levantando las rodillas como si dieran alambicados pasos de baile. No solo me fascinaron las melodías, sino los ojos brillantes color mar de las dos protagonistas. Me pregunté si serían hermanas. Las dirigía María Herminia Avellaneda. Aunque yo era una grandulona comparada con ese público de párvulos expectantes, movedizos y silenciosos, jamás olvidé esas canciones que escuchaba por primera vez.

María Elena era una persona insólitamente culta, con perdón de la palabra, como diría ella para liberarla de ese aura de solemnidad que suele tener cuando se habla de “la gente culta”. Digo “insólitamente” porque combinaba un saber letrado con una veneración casi religiosa por lo popular. En ella se encarnaban de igual manera toda la poesía en español, la poesía infantil inglesa que le había recitado su padre (las nursery rhymes), los sonetos de Shakespeare, la obra completa de Jean Genet, la prosa de las sureñas norteamericanas, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Katherine Anne Porter, luego Colette, Proust, Rimbaud, el cancionero popular argentino, los libros de José Luis Busaniche, Kafka, Virginia Woolf y, en la época en que la conocí, especialmente Doris Lessing. Durante un tiempo la llamaba la “mamá grande”, apócope que también solía aplicarle al Diccionario de María Moliner. Sentía la literatura de una manera íntima, corporal, y detestaba los devaneos académicos de sus amigos literatos, eso que llamaba despectivamente “los miembros de la crítica anteojuda y el pucho en la oreja”.

Toda conversación sobre libros tenía para ella una enseñanza vital. Se deslumbraba con mis descubrimientos acerca de escenas claves de En busca del tiempo perdido en su relación con la epifanía de los cinco sentidos. O me atiborraba de libros de Doris Lessing, desde El cuaderno dorado hasta la serie completa de Martha Quest. Su casa estaba repleta de varias bibliotecas cuidadosamente ordenadas por fecha de lectura, en cuyos anaqueles podían encontrarse verdaderas curiosidades o libros de enorme valor, de los cuales podía desprenderse con una generosidad pasmosa. Así me regaló la obra completa de Jean Genet en francés, la primera edición del Evaristo Carriego de Borges o la Enciclopedia Británica. Hablábamos durante horas sobre Cernuda, ella me contaba de su amistad con José Bergamín, me leía fragmentos de La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag, libro que la apasionó sobre todo durante la época en la que se le declaró el cáncer. Escuchábamos música juntas y sentíamos la misma fruición. Podíamos conmovernos tanto con She de Aznavour como con el Magnificat de Bach ejecutado por Philippe Herreweghe; con Morning Has Broken de Cat Stevens, como con Il vespro della Beata vergine de Monteverdi. María Elena escuchaba música como si bailara interiormente. No había en ella adocenación enciclopédica ni de partituras ni de citas librescas, había un saber acumulado con placer amoroso y devoto. Los libros y la música estimulaban la mutua fascinación de compartir una intimidad ilesa y deslumbrante.

*Autora de Nací para ser breve, Editorial Sudamericana.