COLUMNISTAS

Violencia, poder y política

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El ciclo de la muerte que atraviesa las estructuras de poder en nuestro país es demasiado largo y oprobioso. Para apreciarlo, alcanza con remontarnos a la sangrienta dictadura militar encabezada por Videla, y reconocer, apesadumbrados, que más allá de sus notorios avances, la etapa democrática comenzada por el gobierno de Raúl Alfonsín no pudo cerrar ese ciclo. Los esfuerzos de aquel esperanzado gobierno fueron destacables, pero tuvo que enfrentar el ataque al cuartel de La Tablada, en el que la violencia armada se hizo nuevamente presente y nos dejó más de cuarenta muertos.

Sin embargo, el gobierno de Alfonsín fue más bien una víctima de las dificultades para redimirnos de los rastros de sangre de la dictadura, y de la violencia armada que aún insistía al final de su mandato. En cambio, el de Carlos Menem quedó mezclado de manera oscura con la muerte, por las muchas que se sucedieron bajo su mandato y que permanecieron en los tenebrosos intersticios de los engranajes más recónditos del Estado. Estos engranajes no son ajenos a la destrucción de la sede de la AMIA, que se llevó para siempre ochenta y cinco vidas argentinas y aún permanece como una herida abierta, que sigue sangrando. En efecto, a veinte años de ocurrido ese genocidio, nada tenemos de verdad ni de Justicia, sino sólo la certeza de que el poder político, de una u otra manera, es responsable de que así permanezcamos.

Después del fracasado interregno del gobierno de la Alianza –que en su temprano quiebre nos dejara, vía estado de excepción, cerca de treinta muertos y muchísimos heridos–, y del completamiento de ese período de gobierno por parte de la presidencia de Eduardo Duhalde –que adelantara las elecciones por los asesinatos de Kosteki y Santillán a manos de la represión policial– se sucedieron y suceden los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, que mucho hicieron por terminar el trabajo de reparación iniciado por el gobierno de Alfonsín, por trascender la represión como respuesta impotente ante la protesta social y por dar mejores y nuevas respuestas en la causa AMIA.

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Este es el contexto más amplio en el que para mí se coloca el sentimiento de desorientación y desasosiego que nos provoca la muerte violenta y dudosa del fiscal Alberto Nisman, pieza fundamental de la causa AMIA, a partir de la creación de la fiscalía especial.  

Es una muerte que duele tanto porque, además de su dimensión simplemente humana, tiene sus contextos más inmediatos en el memorándum de entendimiento con Irán –que ya rechazara yo como senador por los fundamentos que di en la Cámara en su momento– y, finalmente, en su denuncia penal por encubrimiento contra la propia presidenta CFK y el canciller Timerman, entre otros.
Es posible que no haya asidero para identificar una política determinada, por equivocada que se juzgue, con una acción delictiva, como parece hacer la denuncia del fiscal Nisman. Pero más allá de la suerte judicial que tenga esta última causa, es imprescindible que la muerte de Nisman sea esclarecida, para que no quede envuelta en la penumbra en la que se mueven servicios de Inteligencia, espías y demás, pues cuando reina ese mundo, la política misma en su esencia democrática queda seriamente amenazada.

Terminar con el ciclo de muerte y violencia en las estructuras del poder y en la política argentina, si bien seguirá siendo una tarea conjunta de la sociedad toda, tiene sus máximos responsables en quienes conducen. Sería un serio revés para los progresos desarrollados, que el final del mandato de tres períodos de gobierno que continuaron la reparación histórica sobre los crímenes de lesa humanidad, que en mucho tiempo evitó la represión de la protesta social y que le dio un nuevo impulso a la causa AMIA, finalice envuelto en un rastro de sangre, que no sólo ensombrecería a un gobierno sino a todos nosotros.  

*Filósofo. Senador nacional (2007-2013).