ESPECTACULOS
El Ángel negro

Luis Ortega se alejó del Robledo Puch monstruo

A más de diez años de mi último encuentro con Carlos Eduardo Robledo Puch, asesino serial argentino, no volví a ser el mismo.

robledo_puch_sierrachica_palacios_g.jpg
Asesino. El autor y Robledo Puch en Sierra Chica, olvidado y exhibido. | Palacios

Aún hoy, a más de diez años de nuestro último encuentro, siento que después de haber conocido a Carlos Eduardo Robledo Puch, asesino de 11 personas en 1972, no volví a ser el mismo. No sé si él se quedó con algo mío, o yo me llevé algo de él. Algo que no tiene nombre. Sin forma, una especie de material viscoso que se adhirió a las paredes del laberinto de mi existencia. De un día para el otro, comencé a ver todo con lejanía, como si estuviera adentro de una pecera grisácea. Sin energía y con una extrañeza helada: por momentos llegué a sentirme un impostor de mí mismo. Un pésimo imitador de mis actos incapaz de recordar sensaciones y momentos felices.

Nunca sabré si esa otredad fue por el influjo de esa incursión al infierno del ángel exterminador o si se abrió en mí una puerta que no debía abrirse. Cada vez que iba a visitarlo, salía de la cárcel ensimismado, como víctima de un virus negro que me paralizaba y me dejaba en trance, pensando en un abismo que pensaba en mí.

Carlos Eduardo Robledo Puch quería ganar el Oscar 

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Durante la escritura del libro El ángel negro me metí tan a fondo en la mente del asesino –o eso creí hacer– que miraba las películas y leía los libros que lo habían conmovido, escribía con las persianas bajas, me impregnaba de las penumbras y hasta llegué a contagiarme de la obsesión que Puch tenía por los números. Miraba las patentes, las combinaciones numéricas de los boletos de colectivos, la numeración de las calles, y todo era un rompecabezas de lo imposible.

Volví al fantasma Robledo con el cineasta y escritor Luis Ortega, el creador absoluto de El ángel, una película inspirada muy libremente en el año vertiginoso y fatal del asesino enrulado.

En el período de investigación, con Luis volvimos a los lugares donde alguna vez el asesino fue feliz, o donde empezó a construir su malditismo. En esa ebullición fascinante, Ortega construyó un “Carlitos”, como lo llama, cercano al Genet traidor y esteta, al Rimbaud en fuga, desertor y condenado a errar; al resplandor de Tadzio sentado al piano o el que sale del mar desnudo. Un Carlitos que no es el Robledo Puch espectral que sigue encerrado en una celda de la cárcel de Sierra Chica.

Robledo Puch: el asesino serial argentino que llega a Francia

Es más: el Carlitos de la película reúne incluso aspectos autobiográficos de Luis. No porque Luis haya matado, pero hay algo en el lado inocente de ese joven interpretado por Lorenzo Ferro que tiene más de la juventud de Luis que de la vida del llamado Angel Negro.

En Robledo todo parece una compulsión: robar, chocar y matar porque sí, como piezas que caen al azar desde un precipicio y al caer se terminan ordenando como un plan oculto que se fue tejiendo a espaldas de todos. Ortega se alejó del “Robledo monstruo”. Del Robledo real, el que dio a conocer la prensa. Para eso se basó más en su imaginación y en elementos de ficción, siempre partiendo de imágenes.

La película es una versión artística de un hecho real.

No se verá un documental de Robledo, sino una inspiración muy libre. Como ocurre en otras películas. En Bonnie &Clyde hay ficción más allá de que se trate de un caso real. Si Al Capone viera Buenos muchachos diría que no es fiel a la realidad. Ni hablar si Escobar Gaviria resucitara y viera las varias versiones de series y películas sobre su vida: quizás no se reconocería.

En el proceso de creación, Ortega visitó los lugares por donde alguna vez pasó Robledo. En la Iglesia donde su madre rezó cuando no podía quedar embarazada (y donde lo bautizaron a él), en el altar hay un mural pintado por Raúl Soldi con dos ángeles. En su casa de la infancia, en Olivos, hay un cuadro de un querubín. Y en el hotel Tren Mixto, donde dormía con su cómplice Jorge Ibáñez después de robar y matar, también hay cuadros de ángeles. La segunda esposa de Víctor Robledo Puch fue vista por sus vecinos saliendo una noche vestida de camisón y repartiendo estatuitas angelicales de yeso en los umbrales.

Luis construyó un personaje que actúa casi sin saber lo que hace, bajo la idea de que para él todo es un cuento de hadas.  

Es como si el Angel Negro hubiese plantado esas imágenes como pistas de su paso por el mundo, lejos del infierno en el que se encuentra ahora, en la cárcel de Sierra Chica, olvidado y exhibido por la Justicia de San Isidro como una extraña criatura de circo. ¿Por qué mataba Robledo? Uno de los peritos dictaminó que nació asesino, que su maldad venía desde lejos, como una especie de herencia. ¿Esa habrá sido su misión en esta vida? Su karma, su expiación.

Tanto el Carlitos de ficción como el Carlitos real (así lo siguen llamando los guardias y sus compañeros) tienen muchas diferencias. Quizás algo los envuelve: romper las reglas de un mundo hostil, torcer su destino, acaso sin saber que matar es como gritar desesperadamente en una caverna. El crimen deja ecos que aún pueden oírse.

*Autor de El ángel negro, El clan Pu-ccio y Conchita. Ricardo Barreda, el hombre que no amaba a las mujeres.