El alevoso crimen del joven Fernando Báez Sosa a la salida de una discoteca, en Villa Gesell, suscita reflexionar sobre la cobertura de los medios de comunicación y las modernas formas de barbarie.
En primer lugar, sobre la denominación de los criminales: “los rugbiers”. Es cierto, todos jugaban al rugby, pero ¿por qué no “los jóvenes”, “la patota” o “la manada”? ¿Acaso a los “barras bravas”, tanto o más criminales, se los llama “los futbolistas”? El crimen se produjo fuera de un boliche y no durante o después de un partido de rugby. Así, se ha estigmatizado a un deporte que es muy físico, “de choque”, pero que como pocos hace cumplir las reglas (en 2016, un jugador tucumano recibió una suspensión de ¡99 años! por morder a un rival) y genera respeto y compañerismo. El “tercer tiempo”, en el que los dos equipos confraternizan, es el mejor ejemplo. Cualquiera que haya jugado al rugby –es el caso de quien suscribe– puede dar testimonio.
Otro escandaloso aspecto de la cobertura mediática del caso es el espacio que ocupó, ocultando o subestimando otros numerosos asuntos del mismo género. Y hablando de género, el mismo día de la muerte de Fernando, en González Catán y también a la salida de un boliche, la joven Priscila Barreto casi fue asesinada –quedó tan gravemente herida que la Justicia lo consideró “potencialmente fatal”– por el ataque de una manada… de mujeres.
Los periodistas decimos que no es noticia que un perro muerda a una persona; sí que una persona muerda a un perro. ¿Acaso el ataque a Priscila no entra en esa categoría? Pero los medios y, todo hay que decirlo, el feminismo que se escandaliza con toda razón por los abusos masculinos a actrices y modelos, pero que con las excepciones del caso ignora los que sufren trabajadoras industriales o domésticas, así como los abusos a niños y niñas en la Iglesia Católica, no lo tuvieron casi en cuenta. Ocurre que no debe ser “políticamente correcto” ocuparse de la barbarie femenina; lo que, dicho sea de paso, viene a probar que somos realmente iguales y merecemos tanto los mismos derechos como la cobertura, el trato y las penas por los mismos delitos.
Estas cosas siempre han ocurrido, pero ahora salen afortunadamente a la luz, gracias al celular y la web.
Pero justamente, ¿es imaginable que en otros tiempos un grupo de jóvenes de clase media se filmara a sí mismo matando y se vanagloriara de eso por WhatsApp?
El tema excede este espacio, pero conviene empezar a asociar estos hechos a la decadencia educativa, que no es solo escolar, sino también familiar, social. Basta observar la pérdida de respeto hacia maestros y profesores; el lenguaje y trato de los padres hacia sus hijos; la pérdida generalizada de intimidad. Por no hablar del espacio público; los peatones que atropellan sin levantar la vista del celular ni disculparse; el transporte que deja a los pasajeros en medio de la calle, o los reclamos de “grafitti libre”; algo así como el derecho a ensuciar la fachada de una vivienda, edificio o monumento público.
El problema es universal. En 2019 se produjeron 34.582 crímenes dolosos en México, de los cuales más de 3 mil sobre mujeres; entre ellos 976 feminicidios (https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-51186916). En Japón, 97.842 niños y niñas menores de 18 años fueron abusados; un 21,9% más que en 2018 (Japan Times, 6-2-20). En Francia, un menor de 14 años mató a puñaladas a otro de su misma edad; el noveno caso desde 2016. La prensa subrayó “la impotencia de los poderes públicos ante la violencia entre menores” (Le Monde 21-2-20). Se podría ocupar toda esta edición con el detalle de estos casos en el mundo.
Es evidente que el sistema educativo, las familias, los medios, los poderes públicos, la sociedad entera, deben ocuparse de las causas profundas, antes que su espectacularidad, de hechos que indican una preocupante decadencia de los valores y el comportamiento humano.
*Periodista y escritor.