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Bichos

Hay una invasión de mosquitos, el olor del repelente se mezcla con el de las espirales que prendo incluso de día. en la radio una especialista habla de las nubes de mosquitos que trajo este verano lluvioso

Obras de Marta Toledo.
Obras de Marta Toledo. | Cedoc

Los ligustros explotan de flores. Vistos de lejos, los racimos de un amarillo desvaído no tienen mucha gracia, pero cuando el viento los mueve se derraman las florcitas minúsculas y cada una en sí misma, separada del resto, es preciosa. La lluvia amarillenta cae sobre las cosas: una silla, la mesa, el lomo de la perra echada, el de los gatos que justo pasan, mi pelo cuando ando afuera regando. El perfume es penetrante, pero no podría describirlo: no es dulce, es simplemente característico del ligustro, particular. Hace meses que no venía. La espuela de caballero, una de mis favoritas porque me recuerda a los canteros de mi abuela, me esperó con sus últimas flores: casi todas las plantas dan flores azules, hay una sola de flores rosas. Nunca había visto espuela de caballero rosada.

Hay una invasión de mosquitos, el olor del repelente se mezcla con el de los espirales que prendo incluso de día. En la radio una especialista habla de las nubes de mosquitos que trajo este verano lluvioso. El periodista le pregunta cuándo empezó a interesarse por los insectos y ella dice que desde que era una nenita. Coleccionaba bichos en cajitas de fósforos, criaba cucarachas en frascos… pienso que sería un hermoso personaje para un cuento de Isol. Explica que hay varios factores por los que algunas personas son más interesantes para los mosquitos que otras. ¿Vieron que hay gente que dice que los pican más porque tienen la sangre dulce? No es cierto lo del sabor de la sangre, pero sí que les resulta más apetitosa una persona que transpira mucho y también que los repelen los colores claros.

Me acuerdo de una película que vi cuando era chica y que me había impresionado muchísimo. Tal vez era La maldición de Tutankamón o una de esas. Arqueólogos que descubren una pirámide y entran por primera vez a esa tumba cerrada a cal y canto durante siglos. Lo único vivo, vaya uno a saber por qué, es un mosquito que pica a uno de los expedicionarios propagando la maldición del faraón muerto. Cuando yo era gurisa había muchas películas donde los insectos eran el artífice de las calamidades. Una araña que viaja en una bolsa de café desde un país lejano y tropical (tercermundista, además) e invade Estados Unidos. Abejas asesinas. Plagas de langostas. Después se pusieron de moda los dinosaurios que vuelven a la vida cuando a algún científico se le desmadra el experimento. En los cuentos de Horacio Quiroga también la muerte venía en el diminuto envase de un insecto. La corrección, esos ejércitos de hormigas que pueden devorarse una porción de monte, una casa y con más razón una persona en apenas una noche. Los piojos de ciertas aves, uno solo agazapado en el relleno de un almohadón, alcanza para minar la salud de una convaleciente y llevarla a la muerte en cuestión de semanas. Leí decenas de veces ese cuento y es imposible no sentir horror cuando llego al final. En el manual de la escuela ¿sería cuarto o quinto grado? las fotos de la cara hinchada por la picadura de la vinchuca. Tengo en la cabeza un fotograma de Casas de fuego: Miguel Ángel Solá como el Doctor Mazza ordenando incendiar los ranchos para terminar con la asesina nocturna y silenciosa de los pobres.

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También hay poesía con insectos, incluso con algunos muy poco líricos. Estela Figueroa tiene un poema que se llama La cucaracha: “La aplasté en el patio. / Al ver que se movía / creí que seguía viva. / Eran las hormigas / arrastrándola. / Aceptar que los que unos / pisan con desprecio / puede ser un manjar / para otros.”.