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Buenos vecinos

Ahí están, actuando sus vidas en las ventanas del pulmón de manzana: gente discutiendo, cenando, viendo televisión. Son vecinos pero podrían estar en otro país. Da lo mismo en realidad que nos separen cincuenta metros o cincuenta mil kilómetros.

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Ahí están, actuando sus vidas en las ventanas del pulmón de manzana: gente discutiendo, cenando, viendo televisión. Son vecinos pero podrían estar en otro país. Da lo mismo en realidad que nos separen cincuenta metros o cincuenta mil kilómetros. Son gente lejana, sobre la que uno no sabe absolutamente nada y a la que uno le resulta por completo indiferente. Quizá nos cruzamos al salir a la calle, pero igual son extraños, irreconocibles. Los miro. Me pregunto si tendrán algún familiar escondido, alguien encerrado en el fondo del ropero, como tuvo el señor Fritzl a su hija durante veinticuatro años en el sótano de su casa. Puede ser. Nunca se sabe con los buenos vecinos.
En estos tiempos de medios masivos y soledad, el vecino es extranjero y el extranjero es vecino. Preferimos preocuparnos por las guerras que suceden del otro lado del mundo y no saber nada de la persona que vive al lado: ni que les pega a los hijos ni que necesita veinte pesos para comprar remedios. La preocupación por lo lejano es más fácil. El vecino, en cambio, es monstruoso, se nos parece demasiado, es nuestro espejo. No lo queremos conocer. Un amigo soñó que desaparecía la pared divisoria entre el departamento A y el B. Describía el horror que le daba tener que vivir así, sin privacidad, viendo toda la vida de sus vecinos, y siendo vigilado por ellos permanentemente.
Somos ellos pero un poco cambiados. Los vecinos nos hacen ver que no somos únicos, sino clones con las mismas necesidades. Es como llegar desesperados a la guardia del hospital con un cuchillo clavado en el omóplato y que nos hagan pasar a una sala de espera donde hay otras quince personas con un cuchillo clavado en el omóplato. Eso es el vecino: uno mismo pero con otra cara. Por eso no queremos ni verlo. Nos alcanza y sobra con nuestra propia humanidad.
¿Cómo nadie sospechó que el señor Fritzl tenía desde el siglo pasado a su hija encerrada, pariendo a los hijos de sus violaciones? Porque el señor Fritzl se aprovechó de esa distancia, ese pudor, ese asco del prójimo lejano. Un saludito de lejos basta. “Nunca pensamos nada. Era un señor muy amable”, dicen sus vecinos austríacos. Por supuesto que en algunos lugares de Europa esa distancia entre la gente quizá sea más grande y eso permita un mayor aislamiento. Pero acá también pueden pasar cosas así. El clan familiar Puccio, sin ir más lejos, secuestraba gente en el sótano de su casa, en el corazón de San Isidro. Los europeos nos son más fríos y crueles que los latinoamericanos, sino más constantes y disciplinados.
Uno se pregunta cómo puede ser que pasen cosas así. En un rapto de inspiración, un amigo respondió a esa pregunta con una frase que siempre recuerdo: “Dios quiere que todo suceda”. Me parece una idea aterradora, incluso desde mi agnosticismo. Significa que habría una voluntad expansiva que quiere que sucedan todas las variables posibles, incluso las más absurdas. La creación sería un experimento que no va a detenerse hasta que se agoten todas las posibilidades del acontecer. Hay infinitos actos de bondad y de crueldad todavía por suceder o sucediendo ahora mismo. Muchos más dobles del señor Fritzl encerrando a hijos veinticinco, treinta y siete, cuarenta y nueve años bajo tierra.
Todo tiene que suceder. Todo va a suceder. Da miedo. No es que la realidad supere a la ficción, lo que pasa es que no se anda preocupando por ser creíble. La realidad siempre es increíble. No se anda con sutilezas ni detalles de verosimilitud. Simplemente sucede, acá a unos metros, en la casa de al
lado.