Hace poco más de dos años, la votación en el Congreso por la reforma jubilatoria generó una reacción callejera de notable virulencia, con un alto número de heridos entre los manifestantes y también los policías que reprimieron con una rudeza que fue calificada, en general, como excesiva. De uno y otro lado de la grieta llegó al Correo de PERFIL un inusual número de cartas vinculadas al caso, en sorprendente mayoría cargadas con palabras cuya violencia verbal no era inferior a la ejercida por protagonistas de la protesta y por quienes reprimieron. Esto motivó que en esta columna se explicara que “tanta opinión descontrolada, sin fundamentos serios, más cercana a los superficiales y olvidables debates que se dan en las redes sociales que al análisis criterioso de sucesos y protagonistas, motivó que esos envíos hayan sido marginados de su publicación, una postura que quien esto escribe tomó con dolor y cierta desazón”.
Sin llegar a los niveles de aquellos mails descartados, debo confesar mi alarma por las posturas extremas de un buen número de lectores –en particular quienes han venido respaldando el gobierno que concluyó y no ocultan su desagrado por el que debe conducir el país hasta 2023)–, que han
preferido, en los pasados días (desde que asumiera el gobierno Alberto Fernández) recurrir al insulto, la diatriba, cierta ferocidad en lugar de otra más reflexiva y con argumentos racionales. Elegí tomar, entonces, una decisión similar a la de 2017, tan dolorosa como aquella: descartar los envíos, algunos de ellos de asiduos visitantes de estas páginas destinadas a los lectores.
Decía en aquel momento que “es violento quien lanza una baldosa sobre alguien, en la presunción de que con ese acto estará enfrentando al sistema, al gobierno, al policía o a quien lo manda”. Y agregaba: “Es violento quien dispara a un lado u otro de la valla, y es violento quien hace abuso de poder baleando y apaleando en la calle y en el recinto donde se debaten las leyes. Es violento, siempre, quien ejerce la fuerza física o la fuerza intelectual para imponer ideas o decisiones sin previo consenso”.
José Pablo Feinmann, filósofo y filoso, escribió un libro titulado La sangre derramada (Seix Barral, 1998, página 373), en el que señalaba: “Nuestro compromiso radica en luchar contra todas las causas de la violencia. ¿Hay una violencia legítima? Desde mi punto de vista, no hay violencia buena, ni violencia justa, ni violencia legítima. La violencia es –en sí– mala. Expresa una derrota: la de no poder tomar al Otro como un fin en sí mismo, la de no poder respetarlo en su humanidad”. Aclaraba que ello no implica abandonar la lucha contra lo injusto y lo despótico.
Por su relación con estas líneas que escribo aspirando a que los lectores virulentos aquieten sus aguas y retomen el camino de los buenos conceptos, sin ejercer una insoportable presión sobre quienes los leemos cada semana, repito algo dicho en aquella columna del ombudsman publicada en diciembre de 2017: “En La divina comedia, Dante –guiado por Virgilio– emprende su viaje al infierno y va pasando por nueve círculos sucesivos, más profundos cuanto más grande es la maldad condenada al eterno suplicio. El séptimo de esos círculos está reservado a los violentos: un lugar árido, ominoso,
surcado por el Flegetonte, un río infernal de sangre en el que ‘bullen las almas de quienes dañaron a otro con violencia’”. Custodiado por el Minotauro (mítica criatura con cuerpo humano y cabeza de toro), el séptimo círculo es el primero de los dedicados a castigar las “maldades” de mayor importancia.
Violencia contra otros, contra sí mismos y contra Dios, en la mirada medieval de los valores religiosos.
Lectores: todo parece indicar que el séptimo círculo no es un lugar agradable para una vida feliz.