En un libro escrito en francés por un ensayista uruguayo para analizar la identificación de su maestro (francés) con un célebre filósofo neerlandés de origen sefaradí-portugués, fallecido hace ya algunos siglos, cuenta el autor lo ya sabido: pero lo que importa siempre es la detención, la atención que vuelve nuevo lo conocido (y que Flaubert me perdone la rima interna). Primero, una cita del Talmud: “Si una ciudad es sitiada y corre el riesgo de perecer, y el sitiador propone levantar el sitio a cambio de que se le entregue un hombre, la ciudad debe perecer antes que entregar a ese hombre”. Este principio, bien mirado, es el bastión central del cine de Hollywood, o al menos de las películas de cowboys, con una amena pasada por la extraordinaria novela de Heinrich Von Kleist, Michael Kolhaas, que todos los espectadores no tan jóvenes conocen por la desatinada versión libre protagonizada por Michael Douglas, Un día de Furia.
Lo que me interesa de lo que cuenta el autor, José Attal, en su libro La no-excomunión de Jacques Lacan (cuando el psicoanálisis perdió a Spinoza), no es, desde luego, las internas de esa disciplina literaria, sino el chisme puro, las peleas por creencias, los sistemas de filiación, las afinidades y traiciones, la pasión del yo por ser visto a la luz de un drama ajeno. Quizá por eso reparé en una referencia central, que invierte la proposición anterior: el modo en que los judíos perseguidos por la Inquisición se las arreglaban para parecer otros siendo los mismos. Cuenta Attal que los inquisidores no exigían a los judíos conversos una prueba de fe, pues, ¿cómo se comprueba una fe más allá de la afirmación de profesarla? “Lo que exigían era una declaración de principios acompañada de comportamientos ostensibles”, escribe. Por lo tanto, la mayoría de los judíos, para escapar de la muerte y cumplir con el precepto de que la vida está ante todo, abjuraban rápidamente de sus creencias, se bautizaban y casaban por la iglesia, y secretamente continuaban profesando la fe de sus antepasados. Lo mismo hicieron los chinos evangelizados por los jesuitas; sólo que ellos obraban “por cortesía con el visitante”. Tanto en judíos como en chinos, el cultivo de la fe se ve siempre atemperado por una fuerte veta íntima de poderoso ateísmo. Perón, que entendía como nadie la tentación de lo profano, impuso en nuestro país el criterio teológico militarista de la lealtad. Con Francisco, hasta que soplen nuevos vientos, Cristina es el ejemplo de esa práctica conversa.