Abramos ventanas. Sigamos el rulo infinito. Una cosa conduce a la otra, y es definitivamente un video de Dani Umpi el que me linkea a un tema impenetrable, lleno de interrogantes: Wendy Sulca. ¿Hasta dónde lo feo da derecho a expresar un encono visceral, demoníaco? ¿No es cierto que lo feo es la puerta de lo hermoso desconocido? ¿No es lo feo el nombre de lo bello secreto?
Es que estoy trabajando en Alemania. Pese al rigor y las simétricas ganas de todos de llevar las cosas a buen puerto, algo está ausente. Algo que –en las discusiones con los actores– se medioexplica siempre con eso de “a lo mejor es que venimos de tradiciones muy diferentes”. Yo trato de aclarar –en vano– cómo es un acontecimiento estético en una cultura híbrida. Su tradición alemana podrá gozar –sí– del privilegio de estar fraguada en el tironeo de hitos opuestos: del expresionismo al kitsch, del fascismo al punk, de la exageración a la frialdad, pero lo que su cultura no comprende es la nobleza bulliciosa y mestiza del híbrido: todo a la vez, sin mesura, sin marco, sin borde. Sin posibilidad de reproducirse, el híbrido no busca descendencia: es la culminación de sí mismo.
Por si no lo conocen, Dani Umpi escribe, canta, piensa, en fin: un auténtico talento uruguayo, delirio de lucidez y de alegría en medio de la normalmente grisácea vida de la corrección literaria. Es chancho, es pop, es honesto con su propio asombro: es auténtico. Y lo auténtico tiene la saludable tendencia de juntarse con lo auténtico. Umpi viaja al Perú y graba una canción con Wendy Sulca. Wendy tiene 11 años, pero canta desde los 5. De aquellas épocas datan al menos dos de sus hits: La tetita (donde Wendy confiesa en clave de folk que “de día o de noche quisiera tomar mi tetita”) y Cerveza, cerveza (donde la párvula pide a gritos al cantinero que le dé más “cermeza” para olvidar las penas). No se confundan: no hay ironía. Ni siquiera en la exhibición de la infinita pobreza que atraca al mundo de Wendy; ni en el ocasional borracho al que le robaron un par de planos porque les parecía coherente, y lo era. Lo que dota a estas obras de Wendy de fascinación, horror, piedad y eso inabarcable que llamamos “belleza” es la aparente falta de manipulación. Esto está finalmente mucho más crudo que el mingitorio de Duchamp (¿o debo llamarlo la Fuente de Mutt?)
Como en mi obra La paranoia, ya hay una legión de niñas cantoras peruanas formateadas para seguir la suerte de Wendy. Pero ninguna le llega a los talones. Wendy canta con una voz desconocida, casi china, sobre el griterío del presentador de rigor.
Wendy es acribillada a insultos por anónimos compatriotas indignados, que no soportan que ella represente así, involuntariamente, al Perú, a su cultura. Esta violencia haría desmayar a Heidi en su pradera. Pero Wendy no tiene compu en casa. Levanta mensajes de un ciber en la muy modesta localidad de la que es moradora y prisionera. Wendy puede ser vista y revisitada, pero ella misma (como marginal) parece carecer de punto de vista. La imagino presa de un sistema semimafioso de intermediarios que explotan la casualidad extraplanetaria que hizo carne en Wendy. No está en mí juzgar ese complejo antropológico musical, así que sólo diré que Wendy no es música; es literatura. Umpi lo intuye y desearía escribir su próxima novela sobre ella: en Wendy se dan unas coincidencias –pesadillescas para los estándares públicos habituales– que la hacen única, que la rescatan de toda vulgaridad. Porque lo vulgar es otra cosa. Britney Spears es vulgar; un producto profesional de diseño, un amable consumible. El Avatar de Cameron es vulgar, previsible fábula infantil para seducir el ojo, pero que empalidece al lado de esta Wendy entrevistada por Jaime Bayly (probable candidato a presidente de Perú). En este compacto de sincretismo peruano vuelan más flores extrañas que en la fantasía 3D del planeta Pandora. Bayly le explica a la pequeña que es famosa en Argentina y Uruguay, y que sus videos tienen más entradas y más covers que Madonna. Wendy (que viaja en el buche de un micro para hacer sus videos en las provincias) no parece entender todo lo que le dicen, ni tampoco tiene por qué. En ese desfasaje se produce un incómodo malestar, inquietante como el cine de Lynch, la literatura de Beckett o la abismal música de Alfred Schnittke.
Así que presento a Wendy a mis colaboradores alemanes. Pero se horrorizan. Sólo ven la pobreza (que sí, es horrible y es obvia) y su educación estética les impide el acto impuro, libertario, de mirar un poco más allá. Mirar hasta conmoverse. Mirar hasta lo bello.