Con las turbulencias financieras siempre ocurre igual: aparecen por sorpresa, pero no sorprenden. Se conocen los riesgos, pero la mayoría los percibe lejanos. Nos sabemos enfermos de algo, pero la ausencia de síntomas facilita la vista gorda. El año pasado se fueron unos US$ 12 mil millones por turismo; hubo importaciones unos US$ 8.500 millones por arriba del nivel de las exportaciones, si bien cada vez en mayor medida serán de pago diferido en el tiempo; US$ 22 mil millones se destinaron a compras de dólares del sector privado. Esa demanda de dólares se financió, esencialmente, con colocaciones de títulos por parte del Tesoro por casi US$ 30 mil millones. La balanza de pagos está en orden pero nadie conoce ese azaroso momento en el que deja de estarlo, cuando una de las patas equilibradoras desaparece.
El primer síntoma irrumpió este año con la resistencia a financiar en el exterior el déficit público, convalidando costos más altos. Ya se había perdido el equilibrio: déficit externo más compras de dólares ahora deberán ser abastecidos con las reservas acumuladas. Fue el comienzo del stop. Recientemente, fondos del exterior que habían entrado no hace mucho en instrumentos cortos decidieron, de una manera crecientemente coordinada, que era momento de esperar dolarizados. ¿Por qué? Porque, se sabía, el dólar estaba realmente barato.
No interesa ahora remarcar los angustiantes sucesos recientes. Quedarán seguramente algunas enseñanzas para la gestión del temblor, especialmente en cuanto a intervención en el mercado de cambios y de futuros. Sí interesa destacar, por un lado, que la solvencia bancaria no está atada, en la actualidad, a una determinada paridad cambiaria. El activo tal vez más valioso heredado de la poscrisis de 2001-2002 no es tanto la flexibilidad del tipo de cambio como el hecho de que los bancos solo tienen depósitos en dólares invertidos en empresas que ganan en dólares o en el mismo Banco Central. Con bancos “calzados”, las devaluaciones no deberían ser tan traumáticas, más allá de las inquietudes que generan.
Por otro lado, estos momentos obligan a concentrarse en lo importante. Incluso de no haber ocurrido esta corrida, incluso sin el FMI de nuevo en escena, la simple cuenta ilustrada arriba evidencia nuestra fragilidad. El intento de solución a esta escasez de dólares, y especialmente a cómo lograr un incremento significativo de las exportaciones, debería regir todo el debate político y económico. La premisa parece sencilla, pero involucra necesariamente un sinnúmero de variables, muchas de las cuales son tabú.
Por ejemplo, en el promedio de 2017, Argentina tenía la relación entre costo y productividad laboral más elevada del mundo después de Suiza, muy lejos de otras economías emergentes. Un deslizamiento cambiario, así, es deseable, y por eso se deberá acordar posteriormente mantener el nuevo esquema de precios relativos. Costos de logística e impositivos implican también complejos efectos distributivos que necesariamente requieren de consensos amplios.
Se deberá, además, atender las urgencias sociales; incluso empoderando el gasto indispensable para el acompañamiento de chicos y adolescentes (quienes concentran la pobreza y el futuro), ya sea en el ámbito escolar como fuera de él. El gradualismo fiscal puede mantenerse, tal vez acelerando un poco la transición. Pero a no dudarlo, las metas previstas para 2019 requieren un esfuerzo importante. Poniendo todas las variables sobre la mesa, estamos condenados a priorizar y consensuar.
* Director de la consultora LCG.