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Cuarenta años de qué

16-4-2023-Logo Perfil
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Soy jurado en un concurso de dramaturgia. La convocatoria la hizo el Gobierno de la Ciudad y gira alrededor de tematizar los cuarenta años de democracia ininterrumpida. Dado que casi siempre quienes se presentan a concursos con estas características de construcción (tema y valores) son los creadores más jóvenes en busca de visibilidad y legitimación, se da un caso bastante curioso y es que la mayoría de ellos son sub- cuarenta y han nacido en plena democracia. 

La democracia es entonces esa cosa invisible que les ha estado siempre.

Por supuesto que ninguno de ellos parece ser tonto (todo lo contrario) o desconocer las dictaduras previas (en el territorio del teatro, de las artes en general, existen pocos o ningún negacionista) pero es evidente que ante la justificación de los proyectos (que es lo que los jurados tenemos que evaluar, con una regla inventada e instintiva) casi se los puede ver entrecerrando los ojos, haciendo fuerza con el ceño para enfocar en algo que está tan al alcance de lo obvio que no parece merecer conflicto.

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Los proyectos son todos hermosos. Yo, que por mi propio trabajo a veces vivo más aislado del teatro de otros colegas que el anónimo público ocioso, me regocijo en el privilegio de leer una cantidad de obras (que me gustan o no, más logradas o menos) que son en definitiva un corte transversal hecho a una época, una disección del estado de las cosas. Conozco a la mayoría de los que se presentan con sus abultadas carpetas bajo el brazo. Son alumnos, colegas, compañeros de debates, nombres lejanos, conocidos de conocidos. En muchos casos, no he leído tantas de sus obras previas, así que este trabajo, además de gratificante, es un estímulo tremendo y un shock de adrenalina.

Y con este corte transversal en la mano aún caliente (a estas horas no sabemos quién ganará los premios) vengo a decir lo siguiente.

Que toda representación supone un desplazamiento. Que cuando el pueblo vota –por ejemplo– a su gobernador para que administre sus intereses comunes, el gobernador representa al pueblo pero, a su vez, lo desplaza. Se pone en su lugar. Obra en representación. 

Las palabras son también representaciones fonológicas de conceptos. Las palabras representan esos conceptos y además los desplazan. La palabra dolor está en lugar del dolor; puedo decir “me duele” y que no sea del todo verdad. Puedo decir “no duele” y estar íntimamente en agonía. Toda representación tiene eso: además de una convención caprichosa pactada en comunidad (la palabra) goza de un fortísimo componente mágico, que es el que permite que el desplazamiento sea más denso que la representación.

¿Qué tienen en común todos estos proyectos de obras no escritas, pulsando en las pantallas de estos concursantes tan diversos? Que en la totalidad de los casos apuntan al fracaso de la democracia y no a sus ventajas.

Ninguno de ellos propone celebrar los logros democráticos, sino más bien señalar las promesas incumplidas, las deudas de la democracia, todo lo que nos faltó para ser –digamos– Suecia (un país modelo, ahora un poco acorralado por el narcotráfico, dicho sea de paso y con escándalo). Por supuesto que no me horroriza el mecanismo por la negativa: ¡es teatro! Es el arte de tematizar –precisamente– conflictos, paradojas, contradicciones. Ninguno ha querido ser tan ingenuo de montar un pequeño monumento o de enumerar las ventajas del modo de vida democrático. Los muy pillos le están viendo quirúrgicamente la hilacha, a veces con saña, a veces con humor, casi siempre con una piedad conmovedora y un tinte nostálgico: la democracia no solucionó todos nuestros problemas.

Hay obras de corte histórico, que eligen un episodio fundacional para mostrar que la democracia pura y sus valores nobles son casi imposibles; hay otras de corte filosófico, que ironizan sobre el medio vaso vacío y desprecian el lleno; las hay de corte queer, que señalan enfáticamente que ciertas divergencias del modelo heteronormativo quedan al margen de toda inclusión.

En fin, si en toda representación hay un desplazamiento, ¿qué representan estas obras finalistas de un concurso para problematizar nuestros primeros cuarenta años de democracia? Las obras sobre la vida en democracia desplazan exactamente eso: a la democracia. Representarán seguramente (ojalá todas lleguen a hacerse) el terror al totalitarismo.

¿Cómo sería este concurso si ocurriera dentro de cuatro largos años?