Un mundial de rugby, como uno de básquet, o de natación o de curling no necesita compararse con ningún otro mundial. Cosas incomparables que tiene esta profesión, haber estado hace pocas semanas en Beijing me permitió cerrar la idea de que, cuando los mejores de un deporte se reúnen en una misma competencia –a eso y no a otra cosa aspiran los mundiales–, nada más importa.
Desde ya que a nosotros, grupo de argentinos cansados de expresarnos con señas como en el truco, ni la deformación horaria que provoca vivir en las antípodas nos impidió estar al tanto de lo que sucedía en casa. Y hasta nos robamos horas de sueño para ver algún partido de nuestro queridísimo y ridículo torneo de treinta equipos. Pero estábamos en el mundial de atletismo, donde los jamaiquinos hablan de Nickel (por Ashmeade) y los etíopes de Genzebe (por Dibaba) como nosotros hablamos de Masche o los chilenos del Pitbull. Nada demasiado diferente sucede con un mundial de rugby. Pueden importar el trancazo de Carlitos o el discurso de Francisco en la ONU, pero aquí hace una semana que al aire sólo lo atraviesan pelotas ovaladas.
Es una tentación bien argentina la de minimizar o maximizar las cosas como si se tratara de una lucha de clases. Desde ciertos recovecos del fútbol –mediáticos, básicamente– se desprecia al rugby como un deporte de elite, de golpistas. De garcas, diría Miguel Bein. Ayer, en la previa del partido en Gloucester no llegué a tratar en profundidad el tema con los hinchas pumas que llegaron de Choele-Choel, Cipolletti, Caleta Olivia o El Bolsón. Y no me animé a discutirlo con los que aseguraban haber jugado en Beromana, DAOM, Las Cañas (Cañuelas) o el Virreyes Rugby Club. Nada grave. El reduccionismo es una práctica muy en boga entre periodistas de lengua larga y materia gris corta.
Tampoco es que, como simplifican otros, por un mundial de rugby las calles están cortadas o se arman piquetes. En realidad, hay algunas calles cortadas: es un hábito de las buenas organizaciones deportivas facilitar la circulación del público permitiéndole caminar por calles liberadas de tránsito. Es que el factor común más notorio de los primeros ocho días del torneo es el de la asistencia de público. Francia y Nueva Zelanda jugaron sus partidos con Rumania y Namibia en el Estadio Olímpico, en ambos casos, ante más de 52 mil personas. Inglaterra reventó Twickenham en su debut tanto como Australia lo hizo en el Millenium de Cardiff con el suyo. Y a Los Pumas les tocó disputar ante los All Blacks el partido con más público de la historia de los mundiales: más de 89 mil espectadores. Tanto como podría haber en la final de cualquier mundial de fútbol.
Luego está la cuestión del promedio: en casi todos los estadios se vendió lo que había disponible. Por eso, una forma de ver las cosas es decir que, ayer, en Gloucester, sólo hubo 17 mil espectadores. La otra es decir que, para Argentina y Georgia no quedaron entradas disponibles. Con la peculiaridad de que la enorme mayoría son entradas pagas. Cosa de retrógrados esto de un deporte sin barras bravas.
Y fue en el estadio de Kingsholm, allí donde Japón dio la mayor sorpresa de la historia de este deporte –dentro de los mundiales o fuera de ellos– que Los Pumas comenzaron su recorrido a las instancias de playoffs del torneo. Fue un triunfo muy valioso. Y un segundo tiempo memorable. Suena desmesurado el término si se tiene en cuenta que el rival es de los que perdieron bastante más que lo que ganaron en estas competencias, que es un equipo de segundo orden en Europa y que está lejos de tener ese fogueo de lujo que tiene Argentina enfrentando anualmente a tres de los cuatro mejores equipos del planeta. Pero el concepto toma otro volumen si se incorporan otros elementos al análisis. Georgia, que llegó al Mundial ganando nueve partidos y empatando el restante de los diez de su eliminatoria, tiene la base de su equipo compitiendo en Francia y es considerado como un rival áspero, tremendamente combativo y que no trae mejor carta de presentación que su rigor físico. Además, le ganó inesperadamente –y con absoluta autoridad– a Tonga en el estreno. Para Los Pumas era perder y quedarse fuera del torneo. Un factor de presión inesperado para una segunda fecha. El equipo de Hourcade salió a la cancha sin Galarza, suspendido, Petti y Senatore, lesionados. Una sangría entre la gente grande de la segunda y la tercera líneas. Y perdió a Juan Martín Hernández, el estratega, el diferente, el crack, al final de un primer tiempo durísimo que se ganó por cinco puntos pero que no dejó ninguna sensación de comodidad.
Dicen que no hizo falta hablar demasiado en el vestuario. Al fin y al cabo, se trata de deportistas de alto rendimiento a los que, como seres pensantes que son, no hace falta remarcarles la idea sobre la que se trabajó desde que término el partido con los neocelandeses. Fue sólo cuestión de ajustar pequeñas cosas y sostener la convicción de un equipo decidido a atacar sin detenerse en el rival que toque. Parte del aprendizaje y del crecimiento de un ciclo con más derrotas que alegrías en el Rugby Championship. Ciclo de derrotas dignas según la visión de un puñado de miopes con carnet.
La Argentina redondeó un segundo tiempo excepcional y liquidó el partido –incluyendo el punto extra que se otorga por apoyar cuatro o más tries– antes del primer cuarto de hora del segundo período.
Facilita el ejercicio hablar de contundencia. Con miras al futuro, elijo destacar los modos. El de cinco tries (fueron siete en total) de rugby integral y creativo. El de una apetencia por el ataque que se vio en todo momento, aun en el de los errores. Agresivos, audaces, variados y concentrados. Jugando así, Los Pumas vapulearon a Georgia y enviaron un mensaje al resto de sus rivales. Los que se vienen y los potenciales. Ayer, en Gloucester, ese entrañable pueblo homenajeado en varios pasajes de la saga de Harry Potter, también hubo un poco de magia argentina.
*Desde Gloucester.