Al principio no me importó, ni siquiera lo quise reconocer. Yo nunca fui tuerca y me costaba entender a mis amigos que los sábados, antes de ir a bailar como Travoltas de chocolatín Jack, perdían el tiempo en las veredas lavando los autos de sus padres. Hasta que un día me dieron un premio en metálico por unos poemas y Guadalupe me propuso que nos compráramos un auto. Hice los trámites, firmé los papeles pero no vi el auto que compré hasta que lo fui a retirar. Como ya dije, me daba lo mismo y tengo que agregar que mi imaginario en términos de parque automotor está limitado –como cierto kirchnerismo y alguna música progresiva– a los años 70. Fitito, Chevrón, Taunus, Valiant, Gordini: esos conozco. Hoy en día, que ya tengo auto desde hace seis o siete años, tampoco avancé mucho en mi erudición. Empecé a pensar en lo que me pasa con mi auto leyendo un relato hermoso de César Aira que se llama Artforum y donde el narrador del cuento dice que está enamorado de una revista de arte, precisamente, de la Artforum: “¿Un objeto puede amar a un hombre? Toda la historia del animismo se encerraba en esa pregunta”, escribe Aira cuando se cuestiona si su amor por la Artforum podía ser correspondido por la dichosa revista. Y agrega: “Los objetos eran portadores de información. Todos ellos, desde las catedrales hasta las bolitas de mercurio, llevaban inscripta su historia, sus propiedades, su manual de uso. Que lo hicieran en una lengua muda, a veces enigmática, no le restaba elocuencia”. Y reflexiona: “Yo había notado que las cosas a veces actuaban por decisión propia, tenían sus caprichos, sus fantasías, sus crueldades, también sus ternuras y sus generosidades”. Recordé una novela de Stephen King en la que se narran las peripecias de un joven que tiene un auto pasado de rosca, violento y celoso: Christine. ¿Cómo era el mío?, pensé. No si tiene cuatro puertas o se cierra solo y esas estupideces, sino de temple. Empecé a sentir cariño por mi auto cuando este verano cruzamos dos veces la cordillera con mi familia, atravesamos la ruta del desierto y miles de curvas y ripios sin tener ningún problema. Ni siquiera una goma pinchada. ¿Cómo pudo ser? Mi auto ya sabe que soy un inútil que no puede ni cambiar una goma. Que lo choqué dos veces, muy despacio, en los principios de nuestra relación, cuando lo estacioné en el garage. Sin embargo, estoy seguro de que el auto no tiene rencor y que en el viaje buscó mi felicidad. Protegió a mi familia y se esforzó para que llegáramos sanos y salvos a casa. Nunca entendí el fenómeno del TC donde –en otra muestra de animismo al revés– Ford o Chevrolet tienen fans que se vuelven locos por la marca. Yo no quiero a la marca, quiero a mi auto. Como César Aira, como Francis Ponge, como Huguito De Felice, me pongo del lado de las cosas.