Dicen que los libreros están condenados a de-saparecer, cosa que sin ser del todo errada es una absoluta estupidez, porque mientras exista alguien a quien el pueblo pueda decepcionar no entra en el rango de prescindible. Los libreros se ocupan, ante todo, de descifrar. Ni en tiempos de internet los lectores acuden a las librerías con los datos certeros de lo que están buscando. Si para el librero al menos tres son los datos necesarios para encontrar un libro, indefectiblemente el lector le errará, como mínimo, a uno. Enunciará el nombre correcto de la editorial, pronunciará correctamente el nombre del autor, pero le pifiará al título. Y el lector, a diferencia de cualquier mortal, odia ser corregido, de modo que es probable que el librero le haga entrega del libro correcto, pero el lector, con mucha probabilidad, negará que sea el libro que busca y se irá a comprarlo a otra librería, esta vez, naturalmente, enunciando el título correcto. Es así.
Los libreros –los buenos libreros– poseen cierta capacidad de hacer sinapsis que les permiten deducir, incluso con los tres datos indispensables errados, de qué libro le están hablando. Yo nunca fui un buen librero. Una vez entró una mujer pidiendo el libro La rayuela. La sola presencia de ese artículo me alejó tan tremendamente de Cortázar que no me imaginaba de qué libro me estaba hablando. Tuvo que acudir un compañero de trabajo para soplarme lo que esa mujer quería. La pobre debe de haberse ido pensando que había sido atendida por un retrasado mental, porque su cara denotaba que lo que se le estaba dando era precisamente lo que ella había pedido. Aunque no.
Cierto día entró a la librería un señor blandiendo un papelito en la mano. El papelito decía exactamente esto: “Sin plumas. Budi Alen”. Ese nombre de un autor desconocido que parecía árabe volvió a desorientarme, pero al mismo tiempo el título del libro me resultaba conocido. El mismo compañero de trabajo acudió a mí para soplarme al oído el nombre con la acentuación correcta: Woody Allen. Le pregunté al portador del papelito por qué había escrito el nombre así, y su respuesta fue de lo más plausible y natural: había escuchado la lectura de un cuento por radio y había anotado el nombre del autor tal como lo había oído. No había nada que reprocharle.
Una sola vez acerté, y la recuerdo como una victoria incondicional e intransigible. Debe de haber ocurrido en 1992 y no pasa semana desde entonces que no piense qué habrá sido de esa señora mayor que entró y me pidió lo siguiente: El testamento de un suicida, de Martinesi. Tal vez ella también había oído una lectura por radio, y tal vez yo había desayunado bien y por mi cuerpo circulaba la exacta cantidad de azúcar, pero conseguí hacer esa ansiada sinapsis de inmediato y encontré la solución: lo que la señora buscaba era Dinero. Carta de un suicida, de... ¡Martin Amis! Victorioso, se lo alcancé diciéndole que lo que ella quería era eso. La mujer dudó y dudó, y se fue dejándome el libro en la mano y diciéndome que no estaba segura de que fuera lo que estaba buscando. El oficio de librero es terrible.