La vendetta y el odio no respetan las leyes cuya vigencia reclaman. El miércoles 13 nos enteramos de todas las dificultades, desvíos, dilaciones y rechazos que tuvo que soportar el vuelo que conducía a Evo Morales de Bolivia a su exilio o refugio en México.
Afortunadamente también conocimos que el presidente electo Alberto Fernández intervino frente al gobierno paraguayo para que el avión de Evo cargara combustible en Asunción y volviera a intentar el camino hacia el norte, sin verse obligado a usar las instalaciones del aeropuerto de Lima, que lo había rechazado. Fernández se comunicó con los países que podían ofrecerle a Evo sus aeropuertos como escalas alternativas. También conversó con el presidente de Chile y habló por teléfono con Lula. Algunos llaman a esto zigzagueo, como si el presidente electo debiera comportarse como miembro de una facción. Sensatamente habló con los dos lados del arco ideológico latinoamericano.
El gobierno argentino, por su parte, no tuvo intervención, fingiendo que el exilio de un presidente derrocado se soluciona con las palabras vacías de “creemos en el diálogo y repudiamos cualquier violencia”, que repitió el gobierno de Macri. Por supuesto, el canciller argentino no sabía a ciencia cierta si había sucedido un golpe en Bolivia (¿supuso que Evo estaba comenzando un viaje de turismo por las capitales del Cono Sur que culminaría en México?). Al corresponsal de Clarín en Washington sus fuentes le aseguraron que las perspectivas de Alberto Fernández y las del Departamento de Estado son diferentes. Sin duda, ya que el gobierno de Estados Unidos celebró que Bolivia esté ahora “un paso más cerca de la democracia”.
Nuestra maldición es la combinación de verticalismo carismático y reformismo social
Nudo maldito. Bolivia nos obliga a enfrentar dos preguntas. ¿Cómo los gobiernos distribucionistas y populares pueden evitar las tentaciones de perpetuidad y concentración que los conducen a deformaciones autoritarias? ¿Cómo pueden defenderse de la fantasía letal de un dirigente eterno?
Si existe un problema político en América del Sur, es la combinación de verticalismo carismático y reformismo social. Ese nudo es nuestra maldición. El kirchnerismo fue criticado precisamente por la síntesis de verticalismo con progresismo y, según los valores que se privilegien, el balance será diferente. Hasta ahora, ha quedado claro que las dificultades para moderar el impulso autoritario son tantas como las de lograr desarrollo y bienestar social. Como si el destino ordenara: elijan lo uno o lo otro.
Lo que sucedió en Bolivia es un nuevo capítulo de ese destino de incompatibilidades. Pero no se anunciaba este desenlace. Pocos dudan de las cifras que informan sobre la disminución de la pobreza y el crecimiento. Los organismos internacionales miraron a Bolivia primero con desconfianza, luego con benevolencia y finalmente con aprobación. Evo Morales había logrado un “milagro boliviano”, algo que pocos esperaban de un país pequeño y signado por los fracasos.
Décadas de historias repetidas. Vi revoluciones en Bolivia, como la que derrocó al general Torres, en 1971. Torres gobernó poco menos de un año, apoyado por algunos sindicatos y una parte del ejército. Meses antes del golpe, vi a los mineros desfilando con los cartuchos de dinamita atados a sus cuerpos en defensa de ese líder. Vi campesinos armados y presencié debates que bordeaban la violencia en duras organizaciones sindicales. Era una escena fuerte, apasionante, pero peligrosa porque el estallido siempre estaba próximo.
Después de medio siglo, pareció que Evo Morales les había encontrado el secreto a la violencia y la inestabilidad. Por un lado, es un reformista profundo, que hizo política con los conflictivos rasgos culturales de Bolivia: identidades regionales, identidades étnicas, identidades culturales entrelazadas, identidades del Oriente blanco y el Altiplano mestizo. Evo trató de moverse en ese espacio difícilmente sintetizable. La división entre la Bolivia blanca, de la que proviene uno de los dirigentes de la insurrección como Luis Camacho, y la Bolivia mezclada e indígena persistió. Como si se pudiera repetir hoy el consejo que me dieron en Santa Cruz de la Sierra hace mucho tiempo: “No cruces a Cochabamba con esos borceguíes porque te van a degollar para robártelos”. Crucé, dormí en la plaza de Sipe Sipe, y todavía sigo viva.
Frente a una insurrección de las fuerzas de seguridad, apoyada por jefes opositores que hoy flanquean a la presidenta Añez; frente a la persecución de la que huyó Evo Morales, porque probablemente habría significado su muerte (lo buscaron en su territorio de Cochabamba, incendiaron casas, como muestra de lo que podía pasarle), se debate si los hechos pueden denominarse golpe de Estado. Sin duda, no se parecen a los golpes de Estado argentinos o al golpe de Estado de Pinochet en Chile, pero tampoco Bolivia se parece a ninguno de esos países.
Por supuesto, hoy vale hacer la cuenta de lo que corresponde a Evo Morales como responsabilidad frente al golpe. También en 1955, se podía hacer la cuenta de la responsabilidad que le tocaba a Perón por el frente cívico y militar que lo sacó de la Casa de Gobierno; y por qué no pensar en qué medida fue responsable Frondizi de que el ejército lo desalojara; o si Illia debió gobernar de manera diferente, y no permitir que reviviera el peronismo. Siempre se pueden encontrar culpas en el desalojado, aunque encontrarlas solo allí no sea la mejor manera de entender qué sucedió en cada caso. Después del golpe de Estado de 1955, que recibió el inmerecido nombre de Revolución Libertadora, en la Argentina no hubo continuidad institucional hasta que Menem sucedió a Alfonsín. Sucedieron revoluciones y golpes durante más de treinta años. Es posible hacer la historia de los errores de quienes fueron derrocados. Pero esa historia nunca es toda la historia de esos años.
Macri y Bolsonaro no llamaron "golpe" a lo que pasó. Es grave la mala fe de su razonamiento
Argentina (Macri) y Brasil (Bolsonaro) no llamaron “golpe” a lo que sucedió en Bolivia. La ambigüedad es grave. Y la mala fe con que se razona más grave todavía. Como Evo había forzado la ley para volver a competir por la presidencia, su caída era inevitable. Ese argumento pretende engalanar con medallas de legalidad republicana (un bien desconocido en Bolivia) la antipatía hacia Evo Morales. No se defiende a un presidente derrocado porque ha sido un buen presidente. Se defiende su investidura porque ha sido derrocado por una colusión de policías y dirigentes sociales de la región rica y blanca de Bolivia que se apoyaron en movilizaciones callejeras.
Evo arregló elecciones y jugó a la perpetuidad. Eso le plantea un dilema a Bolivia y a América del Sur. Rosanvallon, gran teórico de la democracia, afirmó en un reportaje reciente: “La democracia finalmente no es el poder de nadie; es el régimen en el cual nadie puede absorber para sí todo el poder”. Evo Morales contradijo esta definición sencilla. Ahora bien, ¿qué se hace? Evitar que la democracia se vuelva en contra de ella misma y de los principios que representa y debe garantizar.
Golpes e insurrecciones. Los gobiernos no son ni analistas ni filósofos de la política nacional o internacional. Los gobiernos no juzgan si las definiciones de democracia de un país vecino responden por completo a sus propias definiciones. Si tal milagro sucediera, la sociedad universal de las naciones estaría compuesta por miembros idénticos, se habrían terminado las guerras y habríamos alcanzado la paz universal. Habrían finalizado, por inútiles, todos los debates sobre política y multiculturalismo. Incluso no habría conflictos culturales.
Por eso, discutir las virtudes democráticas de Evo Morales frente a un golpe que acaba de desalojarlo parece un acto que usa los principios para justificar una intervención de las fuerzas de seguridad. Los políticos argentinos no deben olvidar nuestra historia. Hay quien piensa que los males comenzaron en 1946 con el peronismo. Hay quien piensa que nuestros males comenzaron en 1930, cuando se derrocó al presidente Alvear y, desde entonces, no paró la serie de intervenciones militares.
Pero el contexto social es nuevo. Estuve en Chile con politólogos y cientistas sociales dos semanas antes de que empezaran las manifestaciones callejeras. Muchos de ellos se refirieron a la desigualdad socioeconómica, pero nadie me dijo que el estallido estaba próximo, ni previó las insurrecciones callejeras de muy distinto contenido, muchas veces sin dirección política, o con grupos militantes impulsando o siguiendo las olas de indignados. Un fantasma recorre América del Sur.