En su clase magistral “Estado, poder y sociedad: la insatisfacción democrática”, la vicepresidenta nos dio algunas pistas para comprender el descalabro argentino y, naturalmente, nuestra insatisfacción ciudadana. Dejemos de lado los errores históricos de esa clase (ignoró olímpicamente el parlamentarismo británico, cuyo origen se remonta a 1215 y que adquiere su forma más o menos definitiva en 1640) o los errores teóricos (el capitalismo no es solo un régimen de producción de bienes y servicios sino, primariamente, un régimen de acumulación). Dejemos también de lado las disquisiciones jurídicas (que Roberto Gargarella ha contestado con precisión y elegancia en el diario La Nación) y, finalmente, los asuntos económicos (tan obvios como obtusos).
Me detengo en los temas lingüísticos, sobre los que tengo una formación y una inclinación precoz, y en la vía heideggeriana de las etimologías en la que pretendió incursionar la señora Fernández: “Debate. Pelea es nombre femenino. ¿Debate qué es? Masculino, el debate, la pelea. No creo en las casualidades para nada, y menos con cierta gente y cierta prensa mucho menos. ¿Qué dice debate? Atiendan. Debate: nombre masculino”. El asunto sigue sin ton ni son hasta llegar a la toma de decisiones de base hormonal o neuronal, en una confusión irreparable entre género gramatical y género identitario (y sus predicados asociados). La señora Fernández borra 25 siglos de reflexión lingüística y ni el Cratilo de Platón queda en pie: ya no hay convenciones lingüísticas y los nombres de las cosas son el resultado de un complot. Que el debate sea un nombre masculino y la pelea un nombre femenino, se nos dice, no es casual.
El problema es que eso lo dice la misma persona que se reconoce como vicepresidenta y se recuerda como presidenta, rechazando la convención que permite sostener un nombre no marcado genéricamente: presidente, estudiante (¿o la señora Fernández se recordará como “estudianta”?), docente. He ahí la “e” en todo su esplendor gramatical y su corrección normativa, que hoy las disparatadas corrientes de revisionismo lingüístico pretenden imponer sin reflexión ni cautela (dicen que en la ciudad de La Plata extienden título de “profesore”: ¿alguien reparó en que su diminutivo sería profesorete?).
Defiendo la conciencia crítica sobre el lenguaje (he diseñado un diccionario donde “sexista” es uno de los marcadores) y abogo por los usos inclusivos de la lengua. Pero cuando todo el sistema de nombres se desbarata por vocación retórica (“la munda” y “las cuerpas”) estamos ya no ante la lengua sino ante un poema, sobre el cual los juicios estéticos son necesarios. La impotencia y la paranoia son femeninos, el resentimiento y el cinismo son masculinos. Ninguna política lingüística fundada en esos vicios puede conducir a otra cosa que la insatisfacción.