Hace unos años el filósofo francés André Comte-Sponville dictó una serie de conferencias en Nantes, Reims, El Havre, Orleans y otras ciudades, a las que asistían estudiantes, profesores de economía y líderes empresariales. Esas charlas se convirtieron luego en un libro: El capitalismo ¿es moral? Comte-Sponville abre y amplía allí el significado de la palabra barbarie. Más que crueldad y violencia, es el sometimiento de un determinado orden a un orden inferior, explica. Y establece una escalera ascendente de órdenes: tecnología, economía, política, justicia y moral.
En la barbarie tecnocrática, primer escalón, la tecnología impone sus criterios más allá de toda necesidad o racionalidad, y la consigna es “si se puede, se hace”. No importa qué: clonación humana, bomba atómica, industrias contaminantes, invasión y anulación cibernética de la intimidad y la privacidad. Para restablecer la primacía ascendente la economía debe poner un freno, un no, al delirio tecnocrático. Esto trae, a su vez, el riesgo de una barbarie económica. La tiranía de los mercados. Estos determinan los usos y direcciones de todo, no solo de la tecnología, y no se someten a las leyes, sino que las leyes se someten a los mercados (¿les suena?). En caso contrario estos hablan de “inseguridad jurídica”.
En el orden ascendente la política debe orientar a la economía alineándola con las necesidades de la sociedad, con equidad distributiva y contributiva, y con una visión de país que contemple el bien común y no solo el corporativo. Pero entonces asoma el riesgo de la barbarie política. Militantes convertidos en funcionarios, intolerancia, pensamiento único, el poder como fin y cualquier medio justificado por ese fin. Una democracia en la que no deciden los más competentes sino los más numerosos, dice Comte-Sponville.
Siguiendo la línea, la Justicia debe operar como antídoto frente a la barbarie política, recordando que existe un cuerpo de leyes y velando por su cumplimiento, entre ellas las que resguardan el funcionamiento republicano. Claro que, en nombre de la Justicia, se puede caer en la tiranía de los derechos y el olvido de los deberes. Y otro peligro: que se considere permitido todo lo que no está legalmente prohibido, aunque resulte moralmente ilegítimo. Las leyes solo dicen lo que se puede y lo que no, pero no hablan del bien y del mal, no son morales. Un juez o una Corte siempre encontrarán argumentos leguleyos para justificar acciones y decisiones propias que no son moralmente sustentables. La barbarie judicial expande así su sombra.
¿Cuál es, en esa instancia, el dique de contención? La moral.
La consolidación y ejecución de un pacto moral que permita a la sociedad vivir y evolucionar en términos dignos. Ese pacto no está escrito, su cumplimiento depende de la responsabilidad de cada persona, sea cual fuere la posición y la función en que se encuentre (ciudadano, juez, empresario, gobernante). Y la responsabilidad es siempre personal e indelegable, no admite excusarse en razones tecnológicas, económicas, políticas o jurídicas para actuar de modo ilegítimo, aun cuando sea formalmente legal. No hay tecnología moral, no hay economía moral, no hay política moral, no hay justicia moral. Son siempre los individuos los que deben actuar moralmente en cada uno de esos campos. Y no solo ahí, sino en la vida, en todo momento, a toda hora. No hay que confundir moral con buenos sentimientos, advierte el filósofo, ni con pensamiento correcto, porque allí acecha otra barbarie. La barbarie moralizadora. Comte-Sponville la llama “angelismo moral”.
En la Argentina actual el orden de las primacías está frecuentemente alterado. La ausencia de principios y valores en la manipulación de fórmulas electorales y la especulación con ellas, los descarados manejos de la Justicia y las oscuras maniobras de los mercados constituyen el pan nuestro de cada día. Y desencadenan un carrusel de barbaries que, mientras gira, se lleva puestas, una vez más, las esperanzas sobre un futuro distinto. Es siempre lo mismo, pero peor en cada giro.
*Periodista y escritor.