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El cuerpo abstracto

A veces me gustaría escribir sin metáforas, sin comparaciones, porque la comparación es un recurso que uso demasiado, esto es como esto otro, A es igual a B, todo termina teniendo un cachivache adosado, toda idea termina entorpecida con una bola de preso atada al tobillo.

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A veces me gustaría escribir sin metáforas, sin comparaciones, porque la comparación es un recurso que uso demasiado, esto es como esto otro, A es igual a B, todo termina teniendo un cachivache adosado, toda idea termina entorpecida con una bola de preso atada al tobillo. Ahí por ejemplo, acabo de hacerlo otra vez. La manía se debe seguramente a que me cuesta mucho pensar en abstracciones puras. Siempre transformo en imágenes las ideas, no las dejo en paz, necesito corporizarlas, volverlas tangibles. La matemática es para mí un mundo fantasma que se me escapa de la cabeza, no logro aprehenderlo, salvo que esté convertido en geometría, esa disciplina que de alguna manera logra fotografiarle el alma a la matemática y la vuelve un poco más visible. Siempre me gustó la geometría. Acepto la idea de un espacio abstracto, pero no logro concebir la pureza de los números.
En estos días una investigación de la Universidad de Aberdeen demostró que el cuerpo se toma de forma literal los pensamientos abstractos. Cuando alguien habla del pasado se inclina hacia atrás, cuando habla del futuro, hacia adelante. Al parecer, procesamos información con todo el cuerpo. El pensamiento abstracto se corporiza y a su vez el cuerpo condiciona al pensamiento abstracto. En contacto con algo cálido, tendemos a pensar que el interlocutor es cálido y amable; en contacto con algo frío, puede sucedernos lo contrario. A priori, un libro pesado nos parece más importante que un libro liviano. Entonces, el logos y el cuerpo son una misma cosa. No se puede pensar fuera del lenguaje y por lo tanto tampoco se puede pensar nada sin el cuerpo. Si entendemos el mundo a través del cuerpo, uno podría desconfiar entonces de la metafísica asfixiante de un filósofo, quizá simplemente era asmático. Hace poco noté que la discusión en una cena pasaba del malhumor impaciente del hambre a la beatitud orgánica y etílica de la sobremesa, empezaron con un pesimismo apocalíptico y terminaron con una esperanza reluciente. Creían que era un debate de ideas pero en realidad era un debate de estómagos.