“Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo.”
Franz Kafka (1883-1924); de “Un artista del hambre” (1922)
El error fue su incontinencia. Las banderas y los cantitos de incondicional apoyo a Ramón Díaz de la pyme todoservicio conocida por el curioso nombre de Los Borrachos del Tablón existen desde sus primeros pasos como técnico; cuando pensaba que Moreno y Fabianesi eran dos, y sus jugadores aguantaban la risa en las charlas técnicas para convertirlas, después, en un clásico del humor. Su agradecimiento “por levantar a la gente” fue sincero. Amigo o cliente, queda claro que una larga relación los une. Todos –hasta yo, que podría perderme en los pasillos del Monumental– conocen la historia. Todo está a la vista.
Para muchos, el escándalo que desató su imprudente saludo es un síntoma positivo, racional, de hartazgo hacia un estilo que enturbia aún más este negocio que antes fue sólo deporte. Yo lo dudo. Un tufillo a hipocresía general me inquieta, como cuando Chacho Alvarez descubrió con asombroso candor que en el Senado se pagaban coimas. Ojalá el presidente D’Onofrio cumpla con su promesa de ser inflexible con Díaz si cree que su manera de actuar daña la imagen de River –algo que, de una manera u otra, está en sus planes desde que asumió– y que los brillos de una posible vuelta olímpica no esconda bajo la alfombra este triste episodio, con denuncia penal incluida. No soy optimista, lo siento. Una vez más, intuyo, el resultado será decisivo. Así se maneja el viscoso mundillo del fútbol. Es su ley.
Carusito vive de los resultados, y Quilmes es su karma. La semana pasada, abrumado por la derrota contra Estudiantes, improvisó otro acting y adelantó su renuncia: “Soy un ser humano, no quiero sufrir más”, sobreactuó. Sin embargo, muy pronto cambió de opinión. “Sigo; si me voy ahora, me sentiría un traidor”, confesó, en un rapto de involuntaria autocrítica. ¿Qué pasó? Sus jugadores le tocaron el corazón, parece. “Me pidieron por favor que me quede, ¡me mataron!”, se enterneció. Menos sentimental fue Aníbal Fernández que, decidido a no tropezar dos veces con la misma novia en fuga, le recordó la vigencia de su contrato con cláusula de indemnización por incumplimiento. Por una razón, por la otra, o por ambas, Caruso dio una media vuelta en el aire digna de Nuréyev, se puso de nuevo el buzo y, con renovados bríos, su equipo logró ganarle a Vélez, en el Amalfitani.
Una hazaña, en parte empañada por la insólita pelea de Lorena, su mujer, con Julio Baldomar, vice de los derrotados, y su esposa; donde hubo, según cuenta una u otra parte, gritos, insultos, bofetones, algún arañazo. Por suerte, esta bizarra trifulca no fue grabada; y ya nada podrá empañar su célebre duelo con Fabián García; el día del “¡No me midásss…!”, el policía y su gorra voladora, el jab más largo del mundo que zumbó en el aire y casi lo estrella contra la pared. Mejor recordarlo así, como De Niro en El rey de la comedia. Es lo suyo.
En Avellaneda todos están muy nerviosos. Camoranesi también habló de más y el presidente Blanco lo separó del plantel. Su crítica sobre Merlo y su estilo de juego –“defenderse en los últimos treinta metros”– suena sensata; pero algo fuera de lugar, en tanto parte del problema. Sea como fuere, con esta declaración de principios –“un equipo mío no se plantaría así, tengo otra mentalidad”–, logró publicitar su incipiente carrera de entrenador. Hay que vivir.
La vida, en Independiente, no es fácil. Omar De Felippe, harto de estar harto, definió la situación en un milagro de síntesis: “Esto es un quilombo”, dijo. Cierto.
En un club donde todos trabajan para el desastre, que el equipo esté a un par de puntos del ascenso es un milagro que el Vaticano debería analizar. Cantero, firme en su deseo de inmortalizarse como el capitán del Titanic mientras los suyos corren hacia los botes; los desinteresados benefactores que iban a donar 10 millones de pesos en plena huida, temerosos de la AFIP y la UIF luego de que les pidieran ciertas formalidades legales; los empleados de paro por falta de pago, arcas vacías, un equipo sin rumbo, ay.
En la semana, la locura se multiplicó. Un grupo de socios invadió la sede con un petitorio que exigía la renuncia del presidente y, al no encontrar respuestas, decidieron protestar encadenándose a la escalera de la sede y comenzar ¡una huelga de hambre!
Menos heroicos que Bobby Sands y los huelguistas irlandeses de la cárcel de Long Kesh que en 1981 dieron la vida por la causa republicana soportando dolores atroces durante más de sesenta días de inanición, los fugaces ayunadores desalojaron el club en busca de una Coca y un pancho, en cuanto la cosa se puso espesa. La barra irrumpió con sus bombas de estruendo y... comida. Comida para los chicos de Inferiores, que se habían quejado porque en la pensión “faltaban platos de fideos”. ¿No es increíble? La realidad supera a la ficción, aun a la más disparatada.
Hambrientos de caos, el siguiente paso fue mudarse a Berazategui, copar la puerta del country El Carmen donde vive Cantero, y concretar una idea genial: acampar allí, hasta forzar su renuncia. Y bueh. Así las cosas, De Felippe y su equipo –armado, según sus propias palabras con “lo que hay”– mañana intentarán abstraerse de este infierno y sumar en Misiones frente a Crucero del Norte, un rival directo. Todo les costará el doble.
Podría seguir con otras historias parejamente tristes –diría Gelman–, pero ya está bien. Suficiente, muchachos. Mejor, cuidarse. Porque, como advertía el bigotón –Nietzsche, no Aníbal–, “cuando miras un largo tiempo al abismo, el abismo también mira dentro de ti”