Es de celebrar la reciente publicación de tres obras dedicadas a José María Rosa, uno de los intelectuales más relevantes y más postergados de nuestro país: Conversaciones con José María Rosa, de Pablo Hernández; José María Rosa, el historiador del pueblo, de Enrique Manson, y El Cóndor ciego, uno de sus textos fundamentales.
“Pepe” Rosa, como todos lo llamábamos, fue y sigue siendo la columna vertebral del revisionismo histórico argentino. Su obra mayor es la ciclópea Historia Argentina de once tomos (que fuera continuada hasta nuestros días por Fermín Chávez y colaboradores), donde desarrolla con pluma alegre, que algunos quisieron confundir con falta de rigor historiográfico, su nacionalismo de auténtico cuño popular emparentado con Jauretche y Scalabrini y alejado del enarbolado por la derecha católica. Cabe recordar que el Che Guevara leía y guardaba sus textos.
Rosa renegó de la historia oficial por considerarla expresión de los intereses de las minorías oligárquicas, portuarias y extranjerizantes, impregnada de la ideología liberal, conservadora y autoritaria de los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX que encararon, más por las malas que por las buenas, la organización nacional. Es esa la versión que desde hace décadas se transmite en escuelas y colegios, en los medios de difusión masiva, la que preside las celebraciones patrióticas. Ella ha sido siempre impuesta como la única posible, la científica, la que además custodia celosamente el acceso a sillones académicos, cátedras universitarias, becas y subsidios para investigaciones.
En esa versión en que nuestra historia parece determinada por los “grandes hombres” ignorándose el protagonismo de la “chusma” en la vicisitudes nacionales es inevitable que los jefes populares como Rosas, los caudillos provinciales y altoperuanos, Dorrego, Artigas, Güemes, también el Alberdi final, el Pellegrini industrialista o el Sáenz Peña americanista, asimismo el antiimperialismo de Irigoyen y el populismo de Perón, queden postergados o jibarizados.
Aprovechando la ola antipopular provocada por el golpe militar de 1955, la historia oficial se recicló rebautizándose como “historia social” incorporando criterios y tecnologías actualizadas en un cambio cosmético sincerado por uno de sus principal ideólogos, Halperín Donghi, quien afirmó, en su Ensayos de historiografía, que dicha corriente se proponía “ilustrar y enriquecer, pero cuidando de no poner en crisis a la línea tradicional”, es decir que se trata de una historia oficial modernizada. Sería también Halperín Donghi, desde hace décadas instalado en Berkeley, quien se obstinará en declarar “decadentista” al revisionismo y cuestionará su énfasis en el tema de la dependencia, punto de confluencia, según Jorge Sulé, de las distintas corrientes del revisionismo: “Quejarse de la dependencia es como quejarse del régimen de lluvias. No es necesario explicar entonces por qué no hablamos más de ella”.
Algunos descalifican a los cuestionadores de la historia consagrada de “hacer política”, aproximándose peligrosamente al lenguaje macartista del Proceso, lo que es negar, por ingenuidad o malevolencia, la fuerte pregnancia ideologizante de la historia oficial, porque, por ejemplo, si honramos al Rivadavia del préstamo Baring, la Famatina Mining y el Banco de Descuentos con la avenida más larga del mundo, ¿qué castigo pueden temer los economistas que nos endeudaron a lo largo de gobiernos militares y constitucionales? Ultimamente, debido a que “ganó la calle” el interés de muchos de comprender su presente a partir de una historia que no deforme ni retacee, resurgió un revisionismo “aggiornado” que se nutre de sus historiadores fundacionales, entre los que se destaca José María Rosa, un intelectual de acción que se comprometió con sus ideales, sobre todo durante la resistencia peronista, lo que le valió persecución, censura, cárcel y exilio. Y el ocultamiento de sus textos, imposibles de hallar en librerías, por lo que cabe celebrar las publicaciones a las que nos hemos referido.
*Escritor e historiador.