Siempre traté de olvidarme de mi paso por El Olimpo, donde estuve detenido en 1979, cuando era el último chupadero del Ejército en la Ciudad de Buenos Aires. Pocas veces escribí sobre eso y siempre incumplo la promesa de que sea la última. Y casi nunca lo había hecho antes de que se reabrieran los juicios tras la inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, gracias a las cuales por primera vez se pudo juzgar a los responsables directos de El Olimpo, trayendo el tema una y otra vez a mi memoria.
Siempre me dio pudor. El haber salido con vida mientras tantos murieron (650 sobre los 700 que pasaron por El Olimpo) y tantos familiares perdieron a sus seres queridos, hizo que siempre sintiera minimizado lo que a mí me pasó. Al mismo tiempo, siempre estuve agradecido con la fortuna, el destino, algo (no soy creyente) por haberme salvado y me daba culpa quejarme personalmente o hacerle un juicio al Estado para cobrar algo que no precisaba.
Hago esta aclaración porque, aun entendiendo las válidas razones de quienes piensen diferente, este sentimiento personal guiará mis reflexiones ahora que me toca escribir sobre la controversia que genera que se festejara Carnaval frente al ex El Olimpo, e inicialmente se hubiera querido hacerlo dentro mismo de lo que fuera un campo de concentración.
Me tocó cubrir en Polonia los 60 años de Auschwitz, pudiendo recorrer y comparar algunas similitudes fuera de escala entre el más célebre campo de concentración del mundo, desde 1979 declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, y El Olimpo. No me imagino a los habitantes de la cercana Cracovia celebrando ninguna festividad frente a Auschwitz. Pero eso no habla mejor ni peor de los argentinos, sino de las enormes diferencias culturales en las que no siempre nosotros salimos desfavorecidos.
Se me ocurre comenzar el análisis del Carnaval argentino en el ex El Olimpo citando un texto de Gilles Deleuze, en el que se defiende la alegría como instrumento político liberador y se denuncia la tristeza como herramienta de dominio: “La tristeza no vuelve inteligente. En la tristeza estamos perdidos. Por eso los poderes tienen necesidad de que los sujetos sean tristes. La angustia nunca ha sido un juego de cultura, de inteligencia o de vivacidad. Cuando usted tiene un afecto triste, es que un cuerpo actúa sobre el suyo, un alma actúa sobre la suya en condiciones tales y bajo una relación que no conviene con la suya.
Desde entonces nada en la tristeza puede inducirlo a formar la noción común, es decir, la idea de algo común entre dos cuerpos y dos almas”.
El filósofo que dio importancia central a la alegría y la acción fue Spinoza, para quien la alegría “es la pasión mediante la cual la mente pasa a una perfección mayor” y la tristeza, “la pasión por la cual pasa a una perfección menor”. Una favorece y la otra reprime la potencia por perseverar en nuestro ser. La alegría es deseo, apetito que favorece la voluntad, el esfuerzo, el conatus spinoziano: “La alegría –sostuvo– constituye la esencia misma del hombre”.
Pero Spinoza puso énfasis en separar su concepto de alegría de la irrisio, que es la irrisión, el escarnio o la burla, un afecto por aquello que se odia o teme, que proviene del desprecio y que para Spinoza es una alegría inadecuada que transmite todo lo contrario: impotencia.
¿Confluyen en las manifestaciones multitudinarias organizadas por el kirchnerismo los 24 de marzo para celebrar el Día de la Memoria, Verdad y Justicia, ambas formas de alegría spinoziana? ¿La alegría potencia, emancipatoria, liberadora de miedos y ataduras? ¿O la de la burla, lo que Spinoza llamaba alegría patética, y la de la impotencia, que en realidad es tristeza disfrazada de puro ruido?
Asocio este tema con las declaraciones de Máximo Kirchner publicadas en el libro Fuerza propia, de la periodista Sandra Russo, donde el líder de La Cámpora dice: “Los pibes ya se despertaron. Esa porción de la Argentina, después de 2015, va a seguir exigiendo”. El empoderamiento de sectores desempoderados fue una constante en los discursos de la Presidenta, como también apelar a las escenificaciones en grandes fiestas como herramienta política. Resta ver si verdaderamente emancipan o son un entretenimiento, un placebo que disimula la impotencia frente a los cambios que hay que producir para que no se generen las condiciones de posibilidad de lo que en el verbo se combate.
O si ese empoderamiento cumplió una finalidad primigenia de concientización pero, de perdurar cristalizado, comienza a lograr el efecto contrario, estratificando el statu quo, conformándonos con odiarlo o burlarnos de él algunas veces por año como paliativo. En el terreno económico esto es más claro con el asistencialismo, medida imprescindible pero que si se agota en ella misma dificulta en lugar de facilitar la movilidad social.
¿Se puede criticar por falta de sensibilidad a quienes asaban choripanes contra los muros del ex El Olimpo, donde se aplicaba picana, o a quienes bailaban alegres en ese contexto, cuando los 24 de marzo desde el gobierno nacional, que contaron con el apoyo de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, se organizaron masivos eventos con música, baile y obviamente choripanes?
El tema, creo, no es debatir si la mejor forma de contribuir a que no haya más un El Olimpo es recordándolo con circunspección o baile. Esta controversia puede servir para iluminar una mucho mayor, respecto de qué parte ha sido verdadera y cuál falsa alegría la que hemos ido incorporando en esta década kirchnerista, tanto en derechos humanos como en lo económico y social, para dejar la primera, erradicar la segunda y mejorar.