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El regreso de un maestro

Tomas150
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Cuando en octubre de 2002 el sello Emecé publicó un libro llamado Once tipos de soledad, que llevaba la firma de Richard Yates, pasó como con casi todas las novedades editoriales: se distribuyó en librerías, tuvo su mes de exposición y fue acomodado en alguna estantería hasta que, uno o dos años después, fue despachado a las librerías de saldo. Nada había cambiado, salvo para un puñado de lectores. Esos lectores que sabían quién había sido Yates, y la enorme influencia que había ejercido en generaciones de escritores estadounidenses. Así fue como corrió el boca a boca y las pilas de las librerías de oferta fueron bajando hasta desaparecer. Hacía años, entonces, que los relatos de Once tipos de soledad eran inconseguibles.

Una buena y una no tan buena noticia: ahora se puede volver a leer a Yates (la reaparición de su obra, aunque lenta, debe haber sido impulsada por el estreno, hace dos años, de Revolutionary road, la película con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet basada en una de sus novelas) pero el libro ya no se llama igual. La nueva edición lleva por título Once maneras de sentirse solo. Y la anterior traducción, muy atinada, a cargo de Esther Cross, fue transformada a una versión castiza y por momentos insufrible para el lector argentino. Las modificaciones son tan radicales que varios de los títulos de los once cuentos han variado, sin razones aparentes. Lo peor de todo es que el nuevo traductor decidió incluso alterar términos del original para imitar el slang americano presente en los relatos. Pero la literatura de Yates es tan pregnante, tan poderosamente desoladora, que es capaz de sobrevivir incluso a los desatinos de un traductor caprichoso.

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Richard Yates nació en Nueva York en 1926 y murió en Alabama en 1992. Luchó en la Segunda Guerra Mundial y a su regreso del campo de batalla trabajó como publicista y periodista hasta alcanzar reconocimiento como escritor. Sus textos fueron tan influyentes que despertaron la admiración de autores tan disímiles como Dorothy Parker, Kurt Vonnegut, William Styron y Michael Chabon, y fue adoptado como un maestro por la generación del mal llamado realismo sucio norteamericano, integrada por Raymond Carver, Tobias Wolff y Richard Ford. En el prólogo a su edición, Cross apunta que sus cuentos son “rápidos flashes que alumbran el ojo de la cerradura por el que puede espiarse la verdad”. “Lo que se ve en sus textos no es la punta o la masa sumergida del iceberg, sino la línea de agua que dibuja sus límites de acuerdo a la marea”, escribe Cross.

De los once relatos que componen el volumen, hay, por lo menos, seis obras maestras que tienen la virtud (entre otras) de construir pequeños universos inolvidables, por sus personajes y ambientes: la crueldad de la infancia y los juegos en la escuela primaria, los sufrientes recuerdos de los soldados al regresar de la guerra (o de sus efectos en los cuerpos: varios de los relatos transcurren en hospitales de veteranos), la alienación de los oficinistas y sus mujeres, consumidos por la vida gris de las ciudades y sus suburbios. Lo mejor que se puede decir de este libro es lo único que puede decirse de los grandes libros: ningún buen lector saldrá indemne de su lectura. Como dijo Fogwill alguna vez, escribiendo sobre Mario Levrero: este es uno de esos libros que exigen salir salir a comprarlo, ya, incluso corriendo.