Hay una rara atracción que lleva a la apropiación de lo genial, de lo insólito, de lo maravilloso. Es como un plagio piadoso, porque otorga al que ha sido elegido como personaje el don de la genialidad, y pareciera que nadie puede sentirse ofendido por eso (lo cual no tiene nada de raro, la genialidad siempre es bienvenida).
Es común que las mismas anécdotas que durante mucho tiempo creímos que pertenecían a Picasso hoy las oigamos atribuidas a Oscar Wilde, o a Bernard Shaw o a Manuel Mujica Lainez. Es posible que el error de atribución llegue a conformar extrañas volutas, hasta terminar en boca de quien realmente una vez la protagonizó. Yo he llegado a oír la archiconocida anécdota atribuida a Oscar Wilde (en la aduana, al desembarcar en Estados Unidos, ante la consabida pregunta de los aduaneros sobre si tenía algo que declarar, él respondió: “Nada, excepto mi genio”) en boca de Sandro desembarcando en Venezuela.
El encuentro azaroso entre una belleza estúpida y un genio malhumorado y feo (y, además, misógino) se nutre de las más fantásticas variaciones. Parece ser que fueron Bernard Shaw e Isadora Duncan los que protagonizaron, en un salón, un diálogo intercambiable y multiplicable al infinito: “Deberíamos tener un hijo juntos, así sería bello como yo e inteligente como usted”, dijo la bailarina, a lo que el dramaturgo respondió, frío como el hielo: “Eso sería peligroso: ¿y si saliera al revés?”.
Bernard Shaw fue el creador del más grande anecdotario genial del siglo XX. Es sabido que se llevaba muy mal con Winston Churchill. Cierta vez, para el estreno de una de sus obras teatrales, invitó al primer ministro con el siguiente texto: “Dear Churchill: aquí le envío dos invitaciones para el estreno de mi próxima obra, una para usted y otra para un amigo, si es que tiene uno”. Churchill le contestó de inmediato con lo que sigue: “Dear Shaw: lamentablemente cuestiones de Estado me impiden presenciar el estreno de su nueva obra, pero prometo acudir a la segunda función, si es que hay una segunda”. Ahora bien, ese intercambio epistolar lo he oído repetidas veces con distintos protagonistas, con las mismas palabras y con la sola ausencia del dear.
Vladimir Nabokov aborrecía las entrevistas, las conferencias y las reuniones mundanas. Una vez, la revista Selecciones del Reader’s Digest les planteó a muchos escritores la misma pregunta: “¿El escritor debe tener un compromiso político?” y ofreció a todos 200 dólares por una respuesta de dos mil palabras. Nabokov respondió: “No. Me deben diez centavos”. Esta contabilidad imperdonable se le adjudicó a Italo Calvino, a Günter Grass y, hasta donde yo sé, también a Jorge Luis Borges.
Si Voltaire fue el más grande bebedor de café (se dice que bebía ocho litros por día), como una epidemia cafeínica toda la historia de la literatura y la filosofía francesas se llenó de cafeinómanos: allí están Balzac, Víctor Hugo, Alejandro Dumas, Julio Verne. Probablemente muchos de ellos no hayan tomado un solo café en su vida, pero ¿quién va a tomarse el trabajo de comprobarlo?