En un centenario pero modernizado medio gráfico leo la narración de un acontecimiento, así titulada: “Quiso robar, los vecinos lo lincharon y un policía evitó una tragedia”. En ese punto, si uno se limita a la lectura del título, se deduce que el buen policía evitó que la indignación de los vecinos ante la reiteración de hechos de violencia derivara en un asesinato, es decir, el buen policía evitó la comisión de un hecho a todas luces desproporcionado. Desde luego, si un ladrón mata por robar un celular se convierte en un asesino. Pero si un buen vecino que vota correctamente y va a misa o al templo o a la mezquita una vez por semana y cree que encarna el bien porque paga sus impuestos y que por tales motivos al fin de su vida diosito lo espera para sentarlo a su diestra, si ese buen vecino, digo, castiga hasta matar a un ladrón porque le robó un celular a su hijo, ese buen vecino es un asesino también. Ese –según el título de la nota– policía evitador de tragedias restituiría en la práctica un sentido elemental de justicia, la obviedad de toda proporción: no existe punto de comparación entre la sustracción de un objeto meramente funcional y la vida de una persona. Una vida es más importante que un objeto, y desde luego que la oscura satisfacción momentánea de un sujeto que quiere vengarse de todas las injurias y humillaciones recibidas a lo largo de su existencia golpeando impunemente y hasta matar a un semejante atado se convierte después, si guarda algún resquicio de sentimiento humano, en un peso moral que arrastrará hasta el fin de sus días. Por lo tanto, el policía habría obrado bien.
Ahora bien, tanto el resto de la crónica periodística como las imágenes del video que registra el acontecimiento dejan constancia de una enorme diferencia respecto del título de la nota. El delincuente, con las manos atadas a la espalda, ya entregado a la detención, ya golpeado fuertemente en la cara, es acosado e insultado por quien filma el hecho, y es el buen policía quien lo sostiene, aferrándolo primero por la cara, luego por el cuello, luego por la cara de nuevo, y permitiendo que una señora exaltada (la madre del poseedor del celular que el delincuente quiso y no pudo robar) abra una de las puertas traseras del vehículo policial, se arroje sobre el detenido y primero trate de arañarlo o arrancarle los ojos, y luego, con esas mismas zarpas ardientes de revancha, se lance sobre los testículos del joven y a los gritos se los retuerza. Mientras el detenido se dobla sobre sí (pero no puede huir, está atado y el policía lo sostiene), otra mano, alevosa y vengativa, se introduce por la otra puerta trasera, que el policía abrió, y desde allí, convertida en puño, trabaja a golpes su cara.
No faltará quien diga que este caballero del bien merece un ascenso.