Una vez con mi familia matamos a un hombre. Le decíamos cariñosamente “Veguita” y era un amigo de mi padre. Creo que trabajaba como escenógrafo en las obras que hacía mi viejo junto con el viejo Aleandro. Teatro independiente. Siempre cuando está por llegar la Navidad y nos acercamos a la rampa que va directo al nacimiento del niño Dios me acuerdo de él. En mi casa festejábamos Navidad a todo lo que da.
Mi padrino –un italiano genial que vivía con nosotros– se encargaba de armar el arbolito y el pesebre. El pesebre era una obra maestra. Con los muñecos de los Reyes Magos, animales, arena que sacaban de alguna obra vecina y un vidrio que hacía de laguna o mar en el medio. Todo iluminado por las lamparitas de colores. La ceremonia de armar todo eso nos llevaba una tarde. Después, por la noche, venía toda la parentela y mi mamá y sus hermanas cocinaban cosas que estaban bien para no morir de frío en el Polo Norte, pero en nuestra Navidad de reserva, con calor, te podían matar. Después corrían las mesas y mi viejo –gran animador, con una gorra hecha con papel de diario– sacaba a bailar a las hermanas más jóvenes de mi mamá que eran unas bombas. Todo el mundo bailaba y yo sentía en la garganta algo que me la oprimía. No lo sabía aún, pero era la angustia. El anuncio de que todo eso que estaba pasando, que era tan genial y divertido, iba a ser hecho papilla por la máquina del tiempo. Pero el día que vino Veguita, él se llevó a mi fantasma.
Mi papá nos había avisado que iba a venir un amigo al que se le había muerto su pareja y que no quería –decía mi viejo– que pasara la Navidad solo. Así que vino y vio el largo desfilar de la felicidad ajena: risas, comidas, mis tías y sus novios, mis primas, mis primos. La maldita pirotecnia familiar. Veguita era delgadísimo –como Julio Ramón Ribeyro–, muy tímido y fumador. Me acuerdo que se puso en un costado de la mesa y cuando se hicieron las doce y todos brindaron él se puso a llorar. Mi papa lo abrazó y le dijo que tenía que ir para adelante. El fingió sonreír y le dio una seca a su enésimo cigarrillo.
Al otro día viajó a San Bernardo, donde tenía una casa, se puso piedras en una mochila y se hundió en el mar. Me acuerdo de que la noche que nos enteramos mi mamá y mi papá hablaban muy bajo para que nosotros no escucháramos: Veguita era gay, su novio lo había dejado. Una tragedia. Pero yo sé que el golpe final se lo dimos nosotros. Esa felicidad envasada que es la chispa de la vida.