A la Presidenta le urge que la Justicia resuelva el caso de la trágica muerte de Alberto Nisman. A la familia del fiscal, también. Es el único punto en común entre Cristina Fernández de Kirchner y la ex esposa, las hijas, la madre y el resto de los parientes del doctor Nisman. A ellos los embarga un dolor profundo. A la jefa de Estado, no. A ella eso le importa poco; tan poco como la nada. La Presidenta ha decidido salir al ruedo a enfrentar esta muerte que daña a su gobierno y conmociona a la República con la desmesura y las inexactitudes ya habituales en sus “Aló Presidenta” y en sus cadenas de tuits. Su objetivo es claro: evitar pagar el costo político que este magnicidio institucional tiene para su gobierno a través de la desacreditación del fiscal muerto. El desprecio manifiesto por su figura y por los sentimientos de sus familiares así lo demuestra.
Entre tanto barro, no dudó en insinuar una posible relación afectiva entre la víctima y el ingeniero Diego Lagomarsino, a uno de cuyos tuits –de muy mal gusto–, que le molestó, también le dedicó un párrafo en su alocución del viernes último. Cristina Fernández de Kirchner tiene el mismo derecho que cualquier otro ciudadano de hablar sobre cualquier tema. Pero debe hacerlo desde la altura de su investidura y no desde el lodazal. Ella es la presidenta de todos los argentinos y no de una facción de acólitos.
En momentos como éstos, tan dramáticos para nuestro país, un estadista busca generar consensos. Es todo lo opuesto a lo hecho y dicho por la jefa de Estado en estos quince días de tristeza republicana. Recibió a los familiares de las víctimas de la AMIA que apoyan el increíble memorándum con Irán. A los que lo critican los ignoró. La reforma del sistema de inteligencia que propuso en su lamentable discurso del lunes pasado sólo puede ser posible y eficaz si es el resultado de acuerdos políticos sólidos, de los que la Argentina viene, lamentablemente, careciendo desde la recuperación de la democracia, en 1983. Querer realizarla ahora, y de prepo, es un sinsentido y una contradicción, típicos de las “genialidades” del “Ministerio del Humo”, con las que el Gobierno busca alimentar su cada vez más insostenible “relato”. Es un sinsentido porque, por más que se apruebe el proyecto de ley, los tiempos no le dan al Gobierno para acometer una empresa de tamaña dimensión y porque, si como se ha anunciado, se trasladará allí a todos los integrantes de la actual Secretaría de Inteligencia (SI), lo del cambio será lisa y llanamente una irrealidad (hace acordar a la frase de Tancredi a su tío Fabrizio en la película Il gattopardo: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”).
Es asimismo una contradicción por dos motivos: primero, porque el proyecto que se habrá de presentar es, en esencia, el mismo que propuso Gustavo Beliz durante el breve lapso en que se desempeñó como ministro de Justicia del gobierno de Néstor Kirchner. Ese proyecto y el encontronazo que generó con Antonio Stiuso fueron razones capitales por las que Beliz fue eyectado del poder por el ex presidente y segundo, porque muchas de las miserias del kirchnerismo relacionadas con su actitud hostil hacia sus críticos y opositores se instrumentaron a través del servicio de inteligencia que hoy se pretende disolver.
Hay más. Pero los movimientos del “Ministerio del Humo” no se han detenido en el proyecto de creación de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI). Siempre hay más. La Presidenta está convencida de que con estas acciones logrará desplazar el caso Nisman del centro de la atención de la opinión pública. Es eso lo que en verdad le preocupa y no la tragedia de Nisman y el drama de su familia. Por ello surgió la inesperada e inexplicable postulación de Roberto Carlés para ocupar la plaza vacante dejada por Eugenio Zaffaroni en la Corte Suprema. No hace falta mucha sagacidad para darse cuenta de que el elegido de Fernández de Kirchner no parece tener chance alguna de lograr el correspondiente acuerdo del Senado ya que, para ello, se necesita una mayoría especial –dos tercios de sus integrantes–, que el oficialismo hoy no tiene. Al margen de los puntos dudosos que emergen de su currículum vítae –¿estaremos ante un caso Daniel Reposo II?–, la nominación de Carlés representa un giro copernicano –otro más, y ya es difícil recordar cuántos van en este gobierno– en los así llamados objetivos republicanos del kirchnerismo. Cuando en 2004 Néstor Kirchner impulsó la renovación de la Corte, lo que privilegió fueron los antecedentes y la independencia de los nominados. A ninguno de ellos –Zaffaroni, Carmen Argibay, Elena Highton de Nolasco, Ricardo Lorenzetti– se lo designó por ser militante del oficialismo. Carlés representa un paso más en el intento de copamiento de la Justicia que la Presidenta persigue con desesperación. Para ella, si los jueces y los fiscales no son kirchneristas, automáticamente pasan a ser extorsionadores y/o golpistas. Esta decisión –como muchas otras– ha dejado atónitos y preocupados a muchos funcionarios de su gobierno. “Por qué no propuso a Arslanian, que es de los nuestros y tiene un prestigio indiscutible que le hubiera hecho a la oposición difícil rechazar su postulación?”, se preguntaba tan desconcertado como preocupado un alto funcionario gubernamental con despacho en la Casa Rosada.
El viernes había clima de fiesta en la Casa Rosada. Había pasado apenas un día del entierro de Alberto Nisman pero a nadie parecía importarle eso en el Patio de las Palmeras o en el Salón de las Mujeres, donde se realizó el acto que encabezó la Presidenta. Por el contrario, hubo lugar para el chiste y la sonrisa y, por supuesto, todo giró una vez más alrededor de ella. “La muerte es siempre una tragedia porque, si no es así, quiere decir que la vida ha perdido todo significado”, es una frase de Theodore Roosevelt que debería tener en cuenta la presidenta Fernández de Kirchner, aunque más no sea por respeto a la muerte del fiscal, un magnicidio institucional.
Producción periodística: Guido Baistrocchi.