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Hábitos de provincia

El aspirante a escritor nunca termina de ser verosímil y su antagonista, un nuevo rico culto que anda en un Porsche y escucha jazz vanguardista, parece un villano de folletín.

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Hábitos de provincia. | marta toledo

En cada una de mis visitas a Corea, separadas casi siempre por tres años, noté que los patrones de la juventud se renovaban y mutaban rápidamente. Aprehender tendencias y decodificarlas bajo la gramática de la globalización siendo extranjero era una misión imposible. Muchas veces escribir sobre una película implica escribir sobre un país. En el caso del cine coreano se vuelve mucho más notorio. No hay cine coreano que no transmita o problematice la idiosincrasia del coreano y las mutaciones socioculturales. Las transformaciones parecen registradas en vivo, antes de que terminen de suceder. Es el caso de Kim Ki-duk en alguno de sus films, el de Hong Sang-soo o el de Bong Joon-ho, en sus primeras películas excéntricas. Hay toda una franja de cine coreano posterior, que sin la virulencia sutil de los arriba mencionados analiza el bienestar de la pequeña burguesía en el siglo XXI y sus intrigas balzacianas.  

No hace mucho alguien me recomendó mirar una película coreana, Burning. De ritmo lento, diálogos opacos y fotografía cuidada, la historia aborda la apagada vida de un aspirante a escritor al cual un joven misterioso y rico le birla la novia. El protagonista de entrada no resulta convincente, pero la película cautiva al principio con sus tomas callejeras de la gran ciudad. Un exotismo que todo el cine oriental, de Wong Kar-wei en adelante, supo explotar conscientemente. El punto de vista del director, el consagrado Lee Chang-dong –supo filmar una obra maestra, Secret Sunshine– es en este caso ingenuo, y el guión, introduciendo el pasado de provincia del protagonista y las dificultades jurídico-económicas de su familia, no pasa de ser un clisé. La escenificación conflicto social no tiene la misma fuerza que en Secret Sunshine y parece más bien un agregado para encauzar una historia sin aura. La apatía de los personajes se confunde en el espectador con extrañamiento. El de Lee Chang-dong es un cine que carece de la ironía y del humor con que el nuevo cine coreano deslumbró al mundo a principios de este siglo. Explora en cambio la paleta de la solemnidad con distinta suerte. Aquel nuevo cine exacerbaba un humor absurdo que no se parecía al de ninguna otra cultura –casi tan singular como el humor inglés– y que pasó a ser también una marca de la literatura reciente coreana. También denotaba una insatisfacción, una incomodidad y un escepticismo generacional: esos artistas que en los 90 eran adolescentes, cuestionaban a principios del siglo XXI la velocidad con que el neoliberalismo había organizado sus vidas y los había objetivado o marginado.  

Lee Chang-dong, a esta altura demasiado permeado por la “institucionalidad” cinematográfica, explora en Burnig el contraste entre la juventud cosmopolita y la vieja Corea –o la Corea provinciana– con una solemnidad fallida. Casi con la mirada cómoda de un extranjero que llega a Corea e intenta entender a la juventud. El aspirante a escritor nunca termina de ser verosímil y su antagonista, un nuevo rico culto que anda en un Porsche y escucha jazz vanguardista, parece un villano de folletín. La intención de retratar hábitos de la juventud urbana y subrayar su occidentalización vuelve a la película inmediatamente anticuada. Algo que no sucede cuando retrata los hábitos de provincia.

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