Los norteamericanos son gente complicada. Todos lo somos, es verdad, pero me refiero a la particular disposición que los lleva a amar solo aquello (o especialmente aquello) que les depara una emoción cada cinco segundos. En eso se basan ciertas predilecciones deportivas e incluso artísticas: el basquet, el futbol americano, el beisbol, el stand-up, las sitcom televisivas, se basan en esa disfunción, la necesidad de un shot emocional seguido de otro que permita mantener la atención, de lo contrario el norteamericano se aburre y pasa a otra cosa (esa es la razón por la que a pocos norteamericanos les interesa el fútbol: resulta impensable que alguien pueda pasar tanto tiempo muerto entre emoción y emoción sin que haga decaer por eso su atención en la nada que desfila ante sus ojos). Es en ese panorama donde viene a insertarse la serie Supongamos que Nueva York es una ciudad, de Martin Scorsese, protagonizada por Fran Lebowitz, una escritora neoyorkina particular, que lleva 40 años de bloqueo de la página en blanco luego de haber dado a luz dos pequeñas obras maestras, Vida metropolitana (1978) y Manual de urbanidad (1981). En 1994 publicó un libro infantil y eso fue todo, adiós a todo eso. Fran Lebowitz vive dando conferencias, y en ese aspecto se basó otro película de Scorsese, de 2010, que la tiene como protagonista: Public Speaking.
Todo en Lebowitz (en Lebowitz oral, se entiende: cuando escribía su adicción a la risa del interlocutor no quedaba tan manifiesta) se basa en la lógica del stand-up: decir cosas políticamente incorrectas que provoquen risa. Del mismo modo que las sitcom recurren al efectismo de la risa envasada, en Supongamos que Nueva York es una ciudad es reemplazada por la del propio Martin Scorsese, que es quien la entrevista. Las intervenciones de Lebowitz suelen ser descaradas, desopilantes, salvajes, despiadadas y hasta irrespetuosas, lo que la vuelven una mujer adorable. Así durante seis capítulos muy divertidos, donde la escritora enumera sus maldades, sin parar, como una ametralladora de ironías. Hasta que en el último capítulo le toca hablar de lo que verdaderamente ama, los libros, y todo eso queda aplazado, suspendido, levitando en el olvido, y se vuelve banal, predecible, trivial y aburrida.
Entre sus citas célebres a propósito de los libros se le oye decir: “No importa quién seas, solo tienes tu vida, pero en los libros encuentras milones de vidas”; “Los libros no son como espejos: son puertas”, y otra corta serie de trivialidades que podrían haber sido dichas (apuesto a que las dijeron) por Paulo Coelho o Claudio María Dominguez, como por ejemplo que suele besar los libros que se caen al suelo. En lo de los libros no son como espejos sin duda está refutando a Lichtenberg (1742-1799), otro sarcástico profesional que oportunamente había dicho justamente lo contrario: “Los libros son como espejos: si se mira en él un mono no va a reflejarse un apóstol”. Lichtenberg, inventor del aforismo como género literario, nunca, ni siquiera cuando lo intentó, supo ser trivial.
Lo cierto es que de pronto el león Lebowitz se convirte en cordero, y la razón es sencillamente que, tal como Barthes había dicho hace años, hablando de Stendhal, no se puede hablar de lo que se ama, sin que todo se vuelva “un garabato, un monigote [...] que a la vez nos cuenta del amor y de su impotencia para expresarlos, porque es un amor cuya vivacidad lo sofoca.”
El amor por los libros sofoca a Lebowitz y todo lo que puede decir de ellos son tonterías. No se puede hablar de lo que se ama.