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Héroes devaluados

Parasite es lo que queda de ese cine popular y sus protagonistas quince años más tarde: poco más que una ruina.

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Es raro que una película coreana tenga algún éxito en la Argentina, pero Parasite de Bong Joon-ho vendió 35 mil entradas en el fin de semana de su estreno. Había ganado la Palma de Oro en Cannes (primera película coreana en hacerlo), la crítica la había elogiado ampliamente y Bong gozaba de cierto predicamento cinéfilo por films anteriores como Memories of Murder (2003) y The Host (2006). Tanta coincidencia preocupó a algunos espectadores que se aburrieron frente a una película en la que todo está un poco forzado y resulta más bien fallida como comedia, como pieza de terror y como drama social. The Host era todo eso, además de un film fantástico, pero allí todo resultaba luminoso y brillante. Ambos films tienen como protagonistas a los miembros de una familia que es casi una alegoría de la marginalidad en una sociedad opulenta. En las dos, el actor Son Kang-ho hace de un padre caracterizado por la vehemencia y la vulgaridad.

Pero los quince años que hay entre una película y otra convirtieron a su personaje en un fracasado y un resentido. Mientras los integrantes de la familia Park de The Host eran valientes, los Kim de Parasite son apenas astutos, lo suficiente como para hacerse contratar por un matrimonio de jóvenes millonarios y ser sus sirvientes o los tutores de sus hijos.

Si los Park eran simplemente marginales, los Kim son perdedores, acaso víctimas de la mala suerte y de la exacerbada competencia del capitalismo. Nada de eso estaba en discusión en The Host, una de las pocas películas populares del siglo XXI, en el sentido de que sus personajes encarnaban en su sencillez hiperbólica la fuerza espiritual del país y eran los únicos anticuerpos contra un monstruo foráneo dispuesto a devorar la sociedad. Parasite es lo que queda de ese cine popular y sus protagonistas quince años más tarde: poco más que una ruina. Da la impresión de que solo Clint Eastwood puede hacer que un gordo reaccionario que vive con la madre se convierta en un personaje simpático. Bong había hecho algo así en 2006, pero ahora ha ingresado en el bando de los apocalípticos densos. Es cierto que para ganar en Cannes hay que serlo en buena medida, pero en Parasite se aprecia el oportunismo del mensaje aceptable. También hay una mezcla de impotencia, confusión y hasta desesperación por parte del director. De ahí resulta una película con poca gracia, sórdida y solemne.

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Aunque, al mismo tiempo (y eso la hace más interesante) es una película sobre la desdicha, tan bien representada por los Park. Desdicha de los individuos sin horizonte, desdicha de una sociedad separada por una grieta nueva e insalvable: la convicción, por parte de los ricos, de que los pobres huelen mal.

Unidos apenas por el uso de los omnipresentes celulares, pobres y ricos pertenecen a dos mundos separados por el olfato. Si el destino de unos es la superficie, el de los otros son las catacumbas. En un momento, el patriarca le comunica a su hijo que lo malo es hacer planes. Por eso, deduce, hay que dejarse llevar por la vida, “así mates a alguien o traiciones a tu país”. Precisamente eso les pasa a los héroes de Bong, que han dejado de ser el pueblo como eran en The Host para transformarse en fantasmas invisibles para el mundo que se comunican con los seres queridos en código Morse.