No hay caso, Palermo es un predestinado. Cuando el partido estaba en la explícita nebulosa del humo que envuelve a la Ciudad, pero el propio resultado también era una presa más de la incertidumbre, apareció ese hombre providencial, histórico, un auxilio formidable de su propio destino, llamado Martín Palermo. La imagen de su cuerpo convertido en un soldado que se arrastra por el campo de batalla en pos de la última trinchera salvadora, conmoverá varios días a una hinchada que parece hacerse cargo del espectáculo que van a buscar los turistas de todo el mundo.
Buenos Aires responde como París cuando uno busca en el barrio latino su famosa alegría, o como Nueva York cuando los visitantes van al encuentro de los árboles en flor del Central Park. La Bombonera los aguarda con su fama de arrabal bullanguero del mundo y las tribunas se comprometen con el marketing internacional para ofrecer ese espectáculo que anoche fue espontáneo, una construcción que no nació para dar cuenta del folclore sino del sufrimiento más hondo de quienes quedaron más desconcertados que camionero en la ruta 9 cuando no sabe si podrá pasar.
Así como el Gobierno busca el origen del fuego, con idéntico ardor Boca desafió el humo y la niebla del Riachuelo, y una brújula interna lo guió a Palacio para iniciar la escena más clamorosa de los últimos meses. Y andaba por allí Palermo, el más identificado de los actores para aquellos que se bajan de las combis hablando en todos los idiomas.
El turista estaba hecho. Había visto la famosa fiesta con sus propios ojos queriendo dejar para siempre en sus retinas la locura del estadio más loco, y había visto a Palermo en una de sus mentadas hazañas. Europoderosos brazos se alzaron a la noche de transparencia azul como si se tratara de fanáticos de toda la vida. Más no podían pedir. Un triunfo a lo Boca con gol de Palermo, un final electrizante que hundía en el olvido el pobre primer tiempo, y la sensación de que, si no se quedan a vivir aquí, nunca más verán algo así.
Pero tienen el martes, todavía. Pasado mañana Boca saldrá a revolear el poncho lanzado a una ilusión que se convirtió en una duda que no conocía desde hace más de diez años. Un rival más chico, pero un compromiso más severo dadas las circunstancias de extremo peligro. Si a Boca le llegan a hacer falta esos cinco goles, cuando vayan tres esa gente que busca el estadio con la misma ansiedad que desde estas latitudes se piensa en la torre Eiffel, sabrá lo que es sentirse parte de la historia.
Será un Boca lanzado, de corners y laterales signados por la premura, de tiros libres de Riquelme con los actores apelotonados en el área, la boca abierta que desespera buscando oxígeno en el aire mezclado con el monóxido, y el humo como una cortina a través de la cual buscarán la cabeza rubia de Palermo para que la leyenda continúe.
El fútbol, tan avaro en su estética, prodiga emociones y la necesidad de buscar otro tipo de valores. Pero eso es para el hincha de acá, porque los que llegan con un guía que los lleva con el brazo en alto para que no se pierda nadie, esos hinchas por dos horas que arriban de todos los confines a cachetearnos con sus euros y dólares, tienen el éxito asegurado.