Los amigos (y ni hablar de los enemigos) me reprochan que una y otra vez vuelva a la época estalinista para tratar de iluminar la política contemporánea. Pero yo insisto en que el carácter extremo del experimento social, económico y cultural de Stalin permite infinidad de comparaciones. No son las atrocidades del gulag las que me interesan particularmente ni la personalidad del dictador sino, sobre todo, el apoyo que él y sus secuaces tuvieron entre los intelectuales de todo el mundo.
En ese sentido, acabo de terminar un libro fascinante, Ingenieros del alma del holandés Frank Westerman, que se ocupa de la literatura en el período soviético y de la curiosa relación entre los escritores y los arquitectos de las grandes obras hidráulicas (construidas con la mano de obra esclava de los prisioneros) que fueron en su momento el orgullo del régimen. En uno de los primeros capítulos se cuenta cómo el propio Stalin se encargó de establecer el paralelo entre una y otra actividad. El 26 de octubre de 1932, sin previo aviso, cuarenta escritores elegidos entre los más leales (aunque once de los presentes no pudieron evitar el patíbulo en años posteriores) fueron convocados a la casa de Máximo Gorki, por entonces guía y estandarte de la cultura soviética. Allí, después de los brindis de rigor, el jefe máximo tomó la palabra y en un breve discurso instó a los presentes a educar al pueblo celebrando con sus obras la marcha triunfal de la Unión Soviética. Nacía el realismo socialista, que se transformó poco más tarde en el único estilo literario admitido por una implacable censura. Las palabras de Stalin parecen muy curiosas para un materialista, pero Westerman las resume así: “Nuestros tanques son inútiles cuando quienes los conducen son almas de barro. Por eso afirmo que la producción de almas es más importante que la producción de tanques […] La producción de almas humanas es de suma importancia. ¡Y por eso alzo mi copa y brindo por vosotros, escritores, ingenieros del alma!”.
A partir de allí, la celebración del líder, de las hazañas bélicas y de las grandes obras del plan quinquenal ejecutadas por héroes impecables se transformaron en contenido obligatorio de los libros publicables, siempre destinados a edificar a los ciudadanos socialistas con la enjundia y la tenacidad con las que se construían los grandes canales navegables y las nuevas fábricas al servicio del proletariado.
Pensé en el libro de Westerman unos días más tarde, cuando en Artepolítica, un blog colectivo de amplia mayoría kirchnerista, tropecé con un artículo que celebraba la presentación de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual realizada por la presidenta Kirchner en el Teatro Argentino de La Plata. En particular, me llamó la atención este fragmento: “En los palcos, muchos funcionarios, diputados, ministros, embajadores, gobernadores, intendentes y dirigentes sociales. Las Madres y las Abuelas, Hugo de la CGT y Hugo de la CTA (¡el Frente Nacional y Popular!). Uy, y me olvidaba de Néstor, sonriendo y sonriendo. En la platea: el seleccionado comunicacional que armó Mariotto. Cientos de caras conocidas para quienes trajinamos las facultades de Comunicación: profesores, decanos, ex compañeros de cursadas y de militancia y hoy escribas del proyecto presentado. Uno se sentía como en casa y con un leve temor a volver a reprobar Semiótica II”.
Los historiadores suelen apreciar los testimonios cándidos y creo que éste será tenido en cuenta en el futuro como representativo de un clima de época. Pero también como indicio de que las facultades de Comunicación forman intelectuales dispuestos a abandonar todo espíritu crítico para alinearse incondicionalmente al servicio de un caudillo autoritario y rapaz. Los escritores tenían miedo bajo Stalin y ser prudente podía ser esencial para sobrevivir. Nuestros ingenieros del alma practican una obsecuencia semejante pero tienen menos excusas.