COLUMNISTAS

La colonia

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En los primeros días de enero trato de ponerme al día con las novedades del año anterior. Así, mirando libros editados en 2013, no termino de asombrarme de la importancia que tiene para la literatura el mundo literario. La obras se generan menos a partir de la interacción de los escritores con el mundo que de las relaciones entre los escritores. No me refiero a sus lecturas, ni a la batalla con sus influencias, sino al aspecto social de esas relaciones. Para hacer un escritor no basta con una vida y una biblioteca: se necesita la presencia física de otros escritores. Acompáñenme en una pequeña recorrida.

Hace tres años escribí aquí: “No quiero decir que el escritor está loco, pero (...) cree que habitar el mundo literario es internalizar adecuadamente el mundo de los escritores”. La cita es el epígrafe de La lista de Juan M, uno de los cuentos que forman parte de Un largo camino desde el sur de Rodrigo Moral, donde el autor imagina a un aspirante a escritor que copia hasta el absurdo los gestos, los hábitos y las manías de sus colegas de distintas épocas. Pero el cuento habla a su vez de una relación literaria.

En Recuerdos de Córdoba, Flavio Lo Presti describe con cómica sinceridad la  compulsión de su grupo de amigos por conocer escritores famosos. Pero como yapa, y respaldando a Sainte-Beuve contra Proust, deja la impresión de que la generosidad de Fogwill, la antipatía de Piglia, la caballerosidad de Saer, la nobleza de Cucurto y la frialdad ictícola de Guillermo Martínez son también un comentario sobre sus obras respectivas.

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En El testigo, un relato de Sergio Chejfec incluido en Modo linterna, el protagonista es un escritor que llega a Buenos Aires después de vivir muchos años en el extranjero. Siente que la ciudad le es ajena, pero a partir de una carta de Cortázar (el cuento es muy cortazariano) decide averiguar cuál era su dirección porteña en 1939. Visita día tras día la Biblioteca Nacional donde consulta viejas guías de teléfonos y termina trazando un mapa con las direcciones que entonces tenían los escritores, como si de ese modo se pudiera recuperar un fantasma. Escribe Chejfec: “Samich imagina Buenos Aires como una extensa colonia de escritores, el territorio temático donde intercambian números de teléfono, comidas, fotografías y conversaciones.” Si bien dicen que el narrador no debe confundirse con el autor, no solo Samich sino Chejfec se tomaron el trabajo de buscar esas direcciones.

La idea de colonia de escritores adquiere un cariz interesante cuando se la confronta con Literatura rusa de Laura Estrin, una recopilación de ensayos cuyo tema común es el sino oscuro, trágico de los escritores rusos y soviéticos. Estrin describe una verdadera comunidad de gente que se leía y se comunicaba y que produjo, a través de las generaciones, una literatura elocuente, visionaria y pesimista frente a la historia, sobre la cual los diversos despotismos ejercieron una presión (una represión) demoledora. En particular, nombres como Bieli, Babel, Shklovski, Tsvietaieva o Mandelstam, víctimas esperanzadas de la Revolución, son el núcleo de un espanto más ligado a su obra que a sus ideas políticas. La colonia argentina, reunida en torno a los gauchos y los funcionarios, ha sido menos elocuente y menos visionaria aunque no del todo ajena a la tragedia.