“¿Cómo pudo pasarme algo así? Fui tan cuidadoso en todo. Elegí la peor de las obras, el peor director, el peor elenco. ¿Qué hice bien?”
Zero Mostel en el papel de Max Bialystock en “The Producers” (1968), escrita y dirigida por Mel Brooks.
“Racinguito, el adolescente” la titulé, con más ternura que crueldad, sin imaginar que activaría una bomba atómica en la web. Los foristas del diario Olé que seguían el “De frente” de Racing –columna que escribí durante un tiempo mientras editaba para el ellos la revista Tiki Tiki– hacían cola para insultarme. Los de Independiente entraban para burlarse, y los de Racing, supuestamente mi público, indignados por haberle dado letra al odiado vecino, se acordaron de toda mi familia y centraron su discurso en la genitalidad y sus múltiples variantes. Tragicómico, pero esclarecedor.
Además de imaginar la difícil vida de los líneas –tan cerca del alambrado, tan lejos de Dios–, la experiencia me sirvió para confirmar que esa clase de ciberenergúmeno, cómodo en su anonimato, no tiene límite; no se permite la duda –“la jactancia de los intelectuales”, la definió alguna vez el pensador Aldo Rico–, prefiere fusilar a un rehén al amanecer antes que intentar cualquier autocrítica, es inmune a la ironía y carece (salvo a la hora de la despiadada gastada al rival) del mínimo sentido del humor.
Aquel equipo de Russo de 2011, con Gio –malabarista del círculo central– y Teo –exótica mezcla de crack y gángster de Chicago–, parecía el Barcelona de Pep en un partido, y la revista Barcelona en el siguiente. Quería ser Bogart pero tosía luego de pitar, canchero, su cigarrillo. Tenía, como todo chico en la edad del pavo, un buen lejos. Pero de cerca mostraba la hilacha; su inmadurez, su falta de equilibrio, su endeblez anímica.
Así arrancaba ese texto:
“—¿Qué vas a ser cuando crezcas, Racinguito?
—¡Un gran equipo, señor!
Sí, algo de talento tiene, pero... Ya sabemos cómo son los adolescentes. Pierden la concentración, se cuelgan. En el momento menos pensado se les aflauta la voz, tropiezan, se duermen, meten la pata. Están verdes”.
(…)
¿Por qué recuerdo todo esto? Porque este Racing de Zubeldía –técnico joven con buena prensa, asombrosa autoestima, estilo inescrutable y resultados espasmódicos– es un digno heredero de aquel “Racinguito, el adolescente”. Su equipo, que arrancó como candidato, en la primera fecha se comió tres en Rafaela y en la tercera perdió sin pena ni gloria el único partido que su gente quería ganar sí o sí: el clásico contra Independiente. Más tarde fue tan capaz de golear al San Lorenzo que bailó a River como de ser eliminado de la Copa Argentina por… Tristán Suárez. Y bueh.
Perder con Quilmes –que hizo una excelente campaña cuando todos lo creían descendido– era, dadas las circunstancias, un resultado lógico. La aparición de esos panfletos escritos en un idioma similar al castellano que exigían al plantel “Pierdan o se pudre” (sólo un “service” de esos que escribían sus partes en letra mayúscula podría hacerlo tan mal) no hizo otra cosa que instalar en los medios un falso debate ético que, en el fondo, justificaba la amable entrega en nombre de esa idiotez que insisten en llamar “folclore”.
Todo fue triste, burdo, desagradable. Innecesario. La única situación de gol de Racing la tuvo Cámpora –que, tal vez distraído por haber hecho tanto banco salió a jugar con ganas, como si se tratara de otro partido–, y sirve de coartada para los que vieron un partido “normal”. Zubeldía, en la línea de honestidad brutal del presidente Cogorno, lo explicó así: “Acá no hubo nada raro. No jugamos bien, como ya nos pasó en otros partidos. Por eso tenemos sólo veinte puntos”. Traducido: su equipo no necesita ser presionado para jugar como un grupo de oficinistas entumecidos y, de paso, perjudicar a Independiente. Les sale naturalmente, parece. Ahá. No sé qué es peor, entonces.
En tanto hincha de Racing y nacido en Avellaneda, no me disgustaría ver a Independiente descendido, lo admito. Saldaría una deuda histórica de treinta años cuando, en diciembre de 1983, nos despidieron de Primera en su cancha, con fiesta y vuelta olímpica. Pero hay límites, muchachos. No hay derecho a exponer a un profesional como Saja –que debería estar en la Selección–, a chicos con futuro como De Paul, Zuculini, Fariña, Centurión; a gente de trayectoria como Pelletieri, Villar, Ortiz, e imponerles una “estrategia del cangrejo”, por llamarla de una manera elegante, o menos cruel.
Ignoro si Zubeldía renovará su contrato. No será fácil. Porque pidió una fortuna, como si fuese Jupp Heynckes; y, sobre todo, porque después de más de cuarenta partidos dirigidos, descifrar a qué juega es una misión imposible. Sus planteos me recuerdan a esos noqueadores jugados a una mano, que suelen terminar en el piso en cuanto reciben una contra. Para colmo, su política de refuerzos no fue la más feliz. La llegada de Sand, su deidad del área, sirvió para consagrar a Vietto y para que la gente, involuntariamente nietzscheneana, aceptara con resignación “la muerte de Dios”. Trajo a Villar, Camoranesi y Bolatti –un volante de toque y tranco lento, incómodo en un equipo tan vertical– y los sentó en el banco para poner a los chicos. ¿Sumarlos era parte del proyecto o jugaron porque no quedaba otra y le salió bien? Mm… misterio.
Dio pena ver a Saja durante todo el torneo abandonar la cancha furioso por los puntos perdidos por errores infantiles, distracciones de novatos. El viernes, en Quilmes, lo noté resignado; abrumado por el clima enrarecido, por el final surrealista, patético.
Misión cumplida, parecían decir los jugadores, con el rostro desencajado, mientras saludaban de cara a la tribuna después de la derrota y recibían la ovación de su gente, que celebraba eufórica, satisfecha, feliz, con su pequeña estafa ya consumada.