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EL ECONOMISTA DE LA SEMANA

La inflación, otro problema para el próximo gobierno

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Podría repetir aquí algo de lo mucho dicho y escrito sobre las negativas consecuencias económicas y sociales de la inflación. Prefiero, en cambio, sintetizar un diálogo entre dos presidentes latinoamericanos que, a mi entender, las reflejan con brutal elocuencia. Hace algunos años, durante una cumbre del Mercosur, Hugo Chávez le señaló a Lula Da Silva que su constante preocupación por la inflación en Brasil lo ubicaba en posiciones propias de los neoliberales. La respuesta de Lula desnudó con simpleza por qué le dedicaba especial atención: provenía de un hogar pobre y, por lo tanto, conocía como nadie sus duros efectos porque recordaba que sus padres libraban una batalla diaria para llevar el pan a la mesa, corriendo detrás de los precios.

En la Argentina, en cambio, parece que el prisma con que el oficialismo mira la inflación es bien diferente del del presidente de Brasil. Ante el creciente deterioro fiscal, generado por el ineficiente manejo del gasto público, el Gobierno se muestra decidido a financiar el déficit resultante con emisión de moneda. Esta decisión traerá como consecuencia un impulso adicional al ritmo actual de expansión monetaria y, por esa vía, agregará un nuevo componente a la elevada inflación que padecemos que, de acuerdo con las estimaciones privadas, se ubica en torno al 15% en lo que va del año y acumula aproximadamente el 25% en los últimos 12 meses.

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El deterioro fiscal se inició hace cinco años, cuando el gasto empezó a crecer por encima de los recursos y del PIB, y entró ahora –a partir de esta decisión– en su última y más crítica fase. En un principio, se manifestó con la desaparición del superávit financiero necesario para llevar adelante una estrategia de reducción de deuda. Con un comportamiento prácticamente lineal, se pasó de un superávit de 2,6% del PIB en 2004 a un déficit estimado para 2010 de 2.5%. Se agudizó hace dos años, cuando para pagar los gastos en pesos se comenzaron a utilizar fuentes no genuinas de financiamiento –recursos previsionales y del Banco Nación– y más aún cuando desde el inicio de este año, para los pagos en dólares por vencimientos de la deuda, se echó mano a las reservas.

Finalmente, a partir de este segundo semestre y acentuando la tendencia negativa observada, se ha decido transferir al Tesoro Nacional utilidades ficticias del Banco Central que nunca fueron realizadas y que, de aquí a fin de año, podrían estar en el orden de los $ 18 mil millones. Esta transferencia significa, lisa y llanamente, emitir para financiar déficit, y tiene consecuencias inflacionarias directas.

La inflación regresó al escenario nacional en 2007, luego de un prolongado período de recuperación económica con estabilidad de precios iniciado a mediados de 2002, cuando los recursos ociosos se fueron agotando y la capacidad instalada fue encontrando su límite.

La inversión productiva no era suficiente para mantener el ritmo de crecimiento y aparecieron las tensiones inflacionarias. El Gobierno las ignoró en un principio, luego pretendió controlarlas mediante instrumentos obsoletos y, finalmente, intentó ocultarlas interviniendo el Indec y dibujando groseramente los índices que miden su comportamiento.

Esta actitud despertó expectativas inflacionarias que, como generalmente sucede, se ubicaron por encima de la propia realidad y los agentes económicos comenzaron a ajustar sus decisiones en consecuencia. Este desequilibrio se consolidó de manera definitiva y colocó a la inflación real en un nivel promedio superior al 20% anual, que sólo se redujo durante la recesión del año pasado, y hoy se ha vuelto a empinar.

No puede decirse entonces que este proceso inflacionario haya tenido entre sus causas originarias nítidos componentes monetarios. Como se ha señalado, ha sido básicamente consecuencia de una combinación de desequilibrios del costado real de la economía y de elevadas expectativas.

La evolución de los grandes agregados monetarios convalidó este fenómeno y, con esfuerzos crecientes, la autoridad monetaria pudo esterilizar parte de la expansión vinculada a la estrategia cambiaria.

En lo que va de este año, la cantidad de dinero, más los depósitos a la vista en mano de los privados tuvieron un crecimiento interanual de 25%, equivalente al actual nivel de inflación. Y hay razones objetivas para considerar que, a partir de julio, la capacidad de absorción de dinero por parte del Banco Central ha llegado a su límite. Apenas se esterilizó el 20% de lo emitido y se evaluó la posibilidad de aumentar los encajes bancarios.

De aquí en más, de no haber cambios profundos en la política oficial, se agrega entonces una nueva causa de inflación vía emisión monetaria por motivos fiscales. Debe esperarse, entonces, una mayor aceleración en el crecimiento de los precios, que en términos anuales pueden crecer, a diciembre, entre cuatro y cinco puntos porcentuales por encima de la vigente.

Todas las acciones del Gobierno no contribuyen a pensar en la posibilidad cierta de un viraje, dado que se lo muestra decidido, por razones electorales y sin evaluar costos futuros, a profundizar el esquema cortoplacista que apuesta a un efímero bienestar presente –sostenido por gasto público y consumo anticipado selectivo–, y postergar hasta el fin de su mandato toda agenda que contenga cambios de orden estructural.

Quedará, por lo tanto, para el próximo gobierno la resolución de temas estratégicos vinculados a la pobreza e indigencia, al federalismo, a la inversión productiva, a la competitividad, a la crisis energética, a la recuperación del ahorro y el crédito a largo plazo; a la reforma del sistema previsional, la reconversión industrial, a la política agropecuaria; pero también quedarán para después los desequilibrios macroeconómicos, y entre ellos la inflación que, por su nivel, nos ubica en el peor de los podios internacionales.

El Gobierno se siente cómodo instalando el falso dilema entre crecimiento y estabilidad, para ubicar en su relato como partidarios del ajuste a quienes se muestran legítimamente preocupados por la inflación. Nada más alejado del pensamiento de quienes consideramos que el crecimiento económico sostenido con estabilidad y la integración social son objetivos concurrentes y alcanzarlos constituye la verdadera razón de ser de la política.